Ya son 912 días, sin bajarse del carromato que me prestó aquella zíngara Allegra que me dejo un reto para que emprendiera un viaje, sin retorno.
Aquí las tormentas vienen en forma de notas que caen con una velocidad de la que apenas te puedes proteger y los desiertos áridos e improductivos, cuando olvidas que el viaje emprendido será tan largo como la vida, pero que las ruedas del carromato irán dando las vueltas en cada centímetro recorrido.
Cuando se adormece uno en un pequeño oasis, intuyes que el Sol quemando el día, te ha hecho olvidarte de lo que te da protección, el pequeño pañuelo de la lectura viene ejecutada del pentagrama correspondiente. En ese momento "en vela", recuerdas que sentiste un escozor por quemarte algo sin cubrir y aún así, no quisiste detener una décima del tiempo para tapar esa ausencia de una buena medición. El dolor por el error siempre viene y debiera ser causa para una mejora.
Y llega el sitio de Zaragoza, y parece que tienes pensado perpetrar un asalto a esa música y claro existen un personajes que se rebelan contra tu asedio. Los silencios de corchea a contratiempo reclaman su espacio y hacen una pequeña salida y marca su terreno y entonces pisas esa mínima expresión y te das cuenta que has hundido tu dedo y has provocado una explosión.
Las notas que en su vida normal no eran agresivas en velocidad ni salto, sólo corcheas, blancas y negras, se unieron allí, como aquella Agustina que hizo famosa aquella ciudad y empezaron a soltar cañonazos que dejaron al asaltante muy minimizado, con sus dedos, petrificados; su mente, embotada, sin reconocer un terreno que le habían descrito mil y un avanzado pero que él, en otros asuntos, no habían escuchado.
Incluso quienes le acompañaban se le quedaban mirando, en esos instantes, para contemplar la parálisis, que para su bien, también había llegado a la boca, que si picaba con esa lengua expectante y soltaba aire, eran para el más inmenso silencio.
Sus compañeros, expertos en este Sitio y otros Petreles, veían la petrificación de aquel novato y pensaban si como en aquel cuento bíblico, este imberbe musical habría cometido el delito de mirar con demasiada soberbia a la música, considerándola una tarea menor y esta, a cambio, le había convertido en una estatua de sal, con el riesgo de diluirse con tanta lluvia, de repeticiones, de tiempo de jota, de allegro, de a tempo, o moderado, lento y otros jarreos de anotaciones de las cuales no les daba tiempo a protegerse; de tal manera, que en estas mañanas, en el que la lluvia ha decidido consolarle con su propio sonido, adornando una naturaleza que le atrapó hace, ¡tan pocos años!, siente que tiene el riesgo de desaparecer para salar los torrentes o paralizarse para que como en las celebraciones de los equipos, tenga que pasar por medio del grupo de notas y estas me den cogotazos por mis precarias y despistadas acciones por reconocerlas.
Mientras, sabiendo que los siguientes pasos, es volver al Sitio y reconocerle en la lectura, en la paciencia de hacerse suyo, un pájaro silba para que se le abra su eterno sitio donde proteger a sus polluelos.
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