Vuelve a ver el número de la matrícula de aquel coche. Dicen que después de quitarlo de la circulación, lo vieron haciendo piruetas por algunos caminos que estaban cerca de un desguace próximo. Pudiera ser que no lo condujera ningun ser humano.
Sería, quizás la inercia de todo lo que había viajado, de la fuerza de la juventud que le había dado a un conductor, los intrépidos seres que buscaban hacer tabla en Entrepeñas o aquellos locos piragüistas que viajaron a jugar al kayak polo, dándole el vértigo a la baca de aquel coche de buscar el equilibrio para nueve embarcaciones de esa modalidad.
El vehículo, como dice Pablo, no de Tarso, podría ser la cabalgadura en la que se dibujó la juventud, hasta que llegó el siguiente auto, no se le debería acusar de haber llamado a la senectud pero si fue un llamada al del anclaje a lo más próximo, al yo que posee a cada uno y en el que se refugia.
Se dejó de explorar los espacios, como lugares que nos podían modelar y darnos las claves de nuestra vida para pasar a descubrirse uno mismo; no se mira a lo exterior, aunque todo lo vivido con el viejo auto volvía a la memoria para ayudar a dar explicaciones de lo que ocurría en el presente.
Tenía la facultad de arrastrar, de portar, de hacer sentir que nada sería imposible; incluso de meterse en las vacías arenas de una playa, para que no volviera a amanecer insomne como le había pasado en todos las notas que se habían posado sobre cada uno de los granos del albero de las corridas de la Ortigueira. El coche quedó varado como una ballena, la pareja que se hallaba a unos metros, a la que ya había pasado el desorientado vehículos y que desnudos, consumaban su pasión, perdieron toda la magia de aquel instante y se dispusieron a ayudar a quien había huido de los ruidos para provocarlos él mismo.
Sería toda una serie televisiva todos los momentos que ayudar vivir aquel Escort.
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