Imaginando que iba a llegar en aquellos momentos, había preparado una lectura sobre la frugalidad de las grandes verdades que se manejaban como si fuera una pequeña guía, biblia en la que ir edificando nuestra sociedad.
Una de ellas, unos días antes, sabiendo el texto que estaba manejando aquellos días, había destrozado la hoja en la que se desvelaba toda la palabrería que se había utilizado alrededor de sus excelencias, los adláteres que la coronaban con un seguidismo de bufón, los cumplidores que se arrodillaban ante la prevalencia de algo que les diera certeza a los desequilibrios que vivían en su día.
Nadie podría imaginarse el grado de exaltación que tenía aquella evidencia acerca de su pureza. Aquel libro si se había entretenido en buscar las fallas por las que los caminantes confiados iban cayendo, quedando atrapados como moscas en una tela de araña, tan sedosa, una, como hambrienta la otra
Un padre había acudido a ella, abriendo por la primera página, donde un preámbulo venía a afirmar que sin ella, no existía nada. El hombre paraba, pálido, con un rictus de exasperación que iría aumentando, primero al leer aquellas palabras que parecía le mantendría dentro de un habitat al que creía pertenecer, y luego, en su segundo acto, volviéndose, saliendo por la vuelta que tenía, pegado a él, detrás y entrando con su niña fallecida entre los brazos que la estrechaban.
Era un gran grupo de personas, quienes como en el sermón de la montaña, rodeaba aquella certitud. A las primeras palabras de aquella inoportuna presencia, todas ellas habían asentido, mirando, antes, y buscando la aquiescencia de quien les hablaba.
Ante la segunda acción de aquel intruso, todo había cambiado. Varios individuos del círculo más próximo, habían tomado a la egregia persona oradora por los brazos, y la habían sacado del medio de aquella muchedumbre que llevaban horas escuchando, embelesados todas sus afirmaciones.
Avisados por un último gesto de quien se escurrió de su altar, en volandas, de una forma, tal vez un poco obscena, se volvieron hacía el padre, le taladraron con sus miradas y le exhortaron a que, primero callará; segundo, pidiera perdón y tercero a que saliera de aquel lugar, porque era rechazado, bueno más bien repudiado como ser humano. Aquel hombre desesperado había terminado gritando:
¡No existe la justicia para mí!
Negar su totem fue la gota que colmo el vaso de aquellos hombres que momentos antes la habían estado adorando, apostados en las laderas de aquellas cuestas. Le zarandearon, le izaron y luego, su historia al cuerpo inerte de su hija.
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