A punto de llegar la gran ola, he conseguido subir a una pequeña colina. No ha sido fácil, estaba sembrada de pequeñas propiedades y todas ellas con una valla que las circundaba y por las puertas, unos guardias de seguridad que ponía freno a mi precipitación.
Todo empezó hace varios años, me contaba mi padre que había vivido dos grandes maremotos que conocían sus avisos, por, entre otras cosas, una gran mortandad que hubo hacía 121, un 16 de Junio. Aquel día, habían escrito los supervivientes a la isla llegó, primero, un gigantesco silencio, pues todos los animales habían subido por las laderas de la pequeña colina y después fue llegaron de forma sucesiva, un silbido, un rumor insistente, un ruido hasta convertirse en un estruendo, quienes se hallaban en las laderas pudieron correr cuando contemplaron la gran ola avanzando entre las cabañas que se iban disolviendo y los árboles que comenzaron, con sus raíces a andar sobre las aguas. Quedaron muy pocas, pero aprendieron, lo escribieron y ya entonces a las generaciones sucesivas empezaron a enseñarles como actuar, en el tiempo que tenían desde que el manto de silencio caía por aquellos lares.
La playa tenía una arena a la que, subyugado, permitías que se deslizará por todo tu cuerpo y te abrazará, en una complicidad erótica.
En cualquier momento del día, te apetecía introducirte en las aguas cálidas y esmeraldas que buscaban, envidiosas, aquellas caricias. Ellas, a cambio, les traía un frescor con el que alguno de los habitantes habían estallado en varios momentos. La gente, en corro, estaba en carcajadas, pero todos eran conscientes que en ellos, se había producido aquel trance; en la primera adolescencia, aquella sensación les habían sorprendido y agitado.
Fue más tarde, ya vivía Pira Dro, mi padre, empezaron a llegar gente de otros países, algunos eran tan blancos que, desde el primer momento, los habitantes de allí, los llevaron a algun experto pensando que morirían en pocas horas. Contaba Pira que cuando a estos seres les sucedía, dentro del agua, aquellas pequeñas muertes, caían sin sentido y abandonados como una piedra, de tal manera que tuvieron que estar prevenidos y acudían a sacarles del agua, con esa cada, como atontada que se les había quedado.
Descubrieron que buscaban aquellos instantes, aunque se fueron acostumbrando como los nativos, tanto al estallido, como al color con el que la piel se iba impregnando del arco iris de colores que se habían posado de forma permanente sobre nuestra isla.
Aquellos seres emprendieron una ida, pero también vuelta. La complicidad con los habitantes era grande. Estos les comunicaron los peligros de los maremotos. Los nuevos vecinos empezaron a quedarse, cada vez, más tiempo. Ofrecieron nuevas experiencias, materiales y una cierta riqueza para todos los que habían vivido siempre allí; a cambio poco a poco, pidieron permiso para construir desde el lugar donde habían llegado las aguas agitadas del maremoto más terrible. Desde ahí, hacía arriba; muchos familiares prosperaron, pero otros tantos percibieron que se estaban quedando sin las vías que habían preparado los ancestros para escapar de las aguas con hambre de seres humanos.
Hubo discusiones entre ellos y viendo el cariz que tomaba el asunto, aquellos nuevos habitantes empezaron a levantar vallas, primero en los alrededores de su casa, y luego una más grande para el grupo de construcciones; con esta última, ya pareció imposible encontrar una vía de escape.
Así estaban las cosas, desde aquella invasión, porque así lo llamaban los discrepantes, de seres que se habían descubierto egoístas y crueles. Sucedía que no había habido ningun maremoto, pero ya, en el lecho de muerte, Pira Dro, me recordó que no tardaría mucho en llegar alguna gran ola. Su muerte, fue una gran terremoto emocional, para mí.
Reunidos, tomamos la medida de no dejarles bajar a las playas. Aceptaron porque desde la cima de la colina luego habían descubierto otras tierras e incluso alguna playa, no muy lejana, pero estas eran pedregosas y pareciera que quisieran succionarles hacía un sifón que no les devolvía, como habían pasado con una pareja a la que no volvieron a ver nunca.
Sus guardias de seguridad eran nativos que creían haber encontrado su sustento en ese estado de cosas. No querían recordar las enseñanzas que habíamos recibido acerca de los preavisos cuando un maremoto provocaba una gran ola. Cuando alguna vez abrían la puerta para que habitantes de aquella cárcel, eso era para nosotros, bajaran a nuestras playas, se producía una gran tensión; pero unos se volvían para atrás y ellos, miraban a los ojos de sus madres, para darse cuenta que su supervivencia no era destruir la vida de quienes se las habían dado.
Ese día, estábamos en ese trance, tensión creciente, voces, gritos, alguna pelea había comenzado, parecía que sería un punto y aparte entre las dos sociedades. Era tal la algarabía que tuvo que ser una las madres quien señalara de forma sucesiva al cielo, luego les dijo que escucharán, si era un sombrío y asfixiante silencio, en los últimos instantes cuando ya la ola apareció en el horizonte, las puertas fueron o abiertas o derribadas, todos, porque era tal el estado de las cosas que la gente se había congregado allí, para una epifanía o destrucción final. Unos y otras se ayudaban porque la ola era veloz, violenta hasta desgarrar la tierra, escaladora porque amenazaba con subir la altura límite que había sucedido hacía ya 100 años. Al llegar arriba de la colina el último, la última gota le tocó el talón de Aquiles como para avisarle de la debilidad que hubieran tenido si el egoísmo se hubiera impuesto sobre la vida.
Las construcciones de las playas estaban todas derruidas, las casas de los nativos intactas porque desde hacían año, habían tenido la habilidad de construirlas, quizás en el lugar más feo y empinado, pero también más protegido para los evitar los primeros embates. Las de los colonizadores, quedaron dañadas, a muchas las dejaron como ruinas y ejemplo para las siguientes generaciones de aviso de quienes se aíslan y pueden quedar atrapados en aquellas trampas. Se fueron avergonzados; se fueron extendiendo las casas de los nativos, los caminos eran amplios, los árboles de poderosas raíces y los materiales utilizados se anclaban con profundos cimientos y en su parte superior sin que fueran dañinos a quienes tuvieran que pasar por allí, por alguna otra ola, que ya sabían estaba por llegar.
Alguna vez, con pequeños simulacros que hacían, veían que llegaban en piraguas, excursiones de nuevos blanquitos. Sin llegar a la orilla, cuando veían que se iban a tirar a las aguas; sucedía que se reían a carcajadas pero, en ese mismo instante estaban bajando sin parar porque sabía que les tenían que sacar cuando su placer les convirtiera en pesadas rocas.
Había una tradición en el pueblo, que decían que las rocas del lado izquierdo de la playa, no era porque hubieran caído de los acantilados, sino de seres que no habían podido salvar