Comprendí, cuando conseguí abrir los ojos, que aquello no podía volver a pasar. Había estado 24 horas viendo vídeos cortos que me habían atado a la pantalla con las cadenas de la pérdida de mi voluntad.
Miré el móvil, el ordenador aún parpadeaba, la tablet aspiraba el último video. Los cogí, los envolví y los metí en el congelador. No hice caso ni al despertador, ni al blog que decía que hoy tocaba otro escrito, ni a la tablet que tocaba "Entertainment". Clamaron clemencia y a cambio les di un descanso disneliano; podrían volver a la vida, o desaparecer.
Volví a la cama, me senté en ella; observé el hueco frío de una Maca atemporal, durante veinte segundos, giré mis ojos vacíos hacía la pared de enfrente, era de un color crema, la había mirado otras veces, sin que me produjera el más mínimo interés. Agaché la cabeza, estaba vacía, no conseguía hilvanar nada de lo que había visto; sólo se venían imágenes del libro, de aquellos días frenéticos que sucedieron hace más de un siglo y los personajes, cobraban vida; en los fríos días de un Noviembre ruso, los abrigos eran gruesos. No había Ferreras que dijeran "más periodismo", ni Terradillos que dijeran que se habían llevado un buen pellizco, mientras se rodeaban de pistoleros de la mentira. Allí coincidía un soldado venido del frente para denunciar las armas trucadas vendidas por el intermediario de turno para contar como sus compañeros habían sido masacrados, sin saber porque sus disparos no tenían dirección alguna. Acudía al púlpito un depravado esparcidor de burdos montajes, que eran ridiculizadas y desveladas por quienes las habían fabricado, librados ya de las engañifas de los poderosos que les habían pagado para esclavizarlos.
Todas estas imágenes eran más contundentes pero se iban tan rápidas como los tiempos que me había pasado los dos últimos días.
Levanté la vista hacía la difusa pared, vista al despertar como un muro que me permitía vivir un día más sin aprisionarme. Quise bajar mis ojos para encontrarme con los calcetines, versión abeja que había llevado el anterior día. Antes, allí, apareció Maca; cobraba vida el espacio y el tiempo que había pasado con ella. Fue una noche y una eternidad que se venían algunos días como estos, para saber que cada segundo con ella, había sido como parar, sentarme en los inviernos oscuros de este espacio que es el Alto Tajo, ser abrazado por el viento frio de los Galayos y recibir las cosquillas de los árboles que se agitan como haciéndonos olas los unos a los otros; para contemplar el universo, en la tierra, del tiempo compartido con tantas estrellas, en el cielo por las búsquedas que emprendimos en cada uno de nuestros cuerpos.
Nada sabía la noche estrellada, ni el patio de los Leones que la añoranza de Sherezade, pudiera tener la respuesta en la música de un agua que recibía la visita de la luna llena, que rebotaba su luz sobre la columna en la que me recostaba. Mi pensamiento, en ese instante, era que ella, la de las mil noches no había existido, pero un hilo de escalofrío me llevó a subir mi clamor por el engaño a través de la columna para reprochar a los cielos sus veleidades.
No pude llegar ni a los arcos, ni mucho menos a los lejanos cielos, con mis palabras de desprecio y desesperanza. El cielo se había posado un metro más alto, sobre mi cabeza. Era ella, iluminando los destellos de la luna. Cobriza por estar diseñada por las esencias de toda aquella tierra.
Mi pared, hoy, tirita, como sentí lo hacía mi cuerpo, por tener el universo mirándome y sonriendo. Me elevé, ingrávido, para hablar de la belleza de ese lugar:
Corté en seco, porque repetir las mismas patochadas huidizas que te castigan con el tiempo, por la insinceridad de lo que en realidad quieres decir, daña y encierra. La proclamé como un advenimiento corporal y me deshice de todo; del tiempo, de material coche, del vagar calles; cuando, por fín, nos despojamos de los vestidos que nos cubrían, nos llenamos de exploradores besos, de succiones de los aromas más íntimos; travestimos orejas, dedos, ojos con los trajes de la saliva de la otra.
Si hubiera un infinito sería grabar los instantes de placer celestial de ella, que trataba de prolongar hasta que sintiera que se escapaba en vuelo, al que me ataba.
Ella me atrapaba; siendo suya, esculpía sobre mi memoria el monumento al amor, por si un día, querría yo que lejano, imposible en ese instante, por ser ella, se asomará a un muro que se cierne sobre mi para aplastarme y con la fuerza de aquellos encuentros, lo pudiéramos parar, volver real, aquellos encuentros carnales, que reposaban sobre las neuronas que se renacieron entre los sudores mezclados de pulsos labrados en las pieles grabadas con los mapas de la geografía de ella, cielo en el que me vestí para investirla diosa
No hay comentarios:
Publicar un comentario