El sol bate la tierra para que el calor entre hasta sus tuétanos; en aquel bosque ella está tumbada, ajena a todo lo que la rodea, se ha hecho un ovillo y tiene cerrado los ojos; el hombre tiene que mirar durante un buen rato para confirmar que está viva.
Sólo surge una vez en la vida, le asevera alguien detrás de la barra, no es el camarero, no está seguro que sea el dueño; el cliente, le observa, debería decirle que hace dos semanas pasó por allí; alguien le tiró una cerveza, mientras otro le había puesto la pierna por detrás, para provocarle la caída, según se moviera. No lo hizo, a cambio le hincó el codo en las costillas antes de quitar esa pierna que pareció sufrir la falta de aire. La cerveza que le había mojado, pero con un cuidado de provocar, pero no malgastar, se quedó en nada comparado con la ola de cristales que se clavó sobre el tirador de chelas.
Sólo una mujer se acercó para disculparse por la treta, que le aseguró haber visto y no haberse realizado antes en ese lugar. Nuestro protagonista tuvo la impresión de ser observado por aquel espejo que estaba al lado de una puerta con pintas de ser de acero. Salió con paso calmo, con la mente atenta a mil mínimos gestos.
Está vez, alguien muy diferente a aquel cliente, por tener un pelo enmarañado, una barba de alguna semana y unas gafas redondas sin marco, había llegado al mismo bar, a la misma barra, en el mismo lugar y apodado, más o menos de la misma manera, había pedido celebrar el Octoberfest con una jarra de 4 litros.
Alguien con problemas de respiración, por algun dolor costal, respondió, se había acercado hasta casi invadir el espacio vital de nuestro hombre. Un ser coladero, por las pequeñas heridas en la cara y en los biceps que le inundaban trataba de calibrar si ese ser tan destartalado podría ser una próxima víctima.
El invasor percibió un olor que le resultó amigo, en un evanescente segundo quiso recordar si era alguno de su niñez, a cambio, cuando ya había puesto la pierna, recibió un codazo al lado del dolorido costado, pero está vez el aire salió, pero no estaba seguro que volviera a entrar.
Cuando el ser calibrante tuvo consciencia de lo que estaba sucediendo, un tremendo golpe de la jarra de 4 litros quiso tapar todos los agujeros, a cambio de dejar uno por el que podría meterse un puño. Desde el mango, el cliente dirigió la nave de cerveza hacía ese dueño que le había empezado a asegurar la tranquilidad de ese espacio.
El golpe le lanzó hacía la puerta ya cerrada, allí, pulso los números de la clave para huir de lo que sería un final. A cambio, cuando se empezó abrir la puerta; desde dentro, salió 5 o seres manos con muñones que no querían permanecer en el horror que sobresaltó a nuestro cliente.
Su hermana se asió a él como si fuera el ultimo tubo que le quedaba para aspirar un aire que le faltaba
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