Alfonso, dentro de quienes hemos estado perdidos, fue quien siguió la pista de aquel lince. Había nacido, el hombre, entre bambalinas y nada le acercaba a la naturaleza. Sus primeros tiempos eran juegos entre las mesas de los bares donde su padre hacía interpretaciones de las obras escritas por la mamá que, a veces, le acompañaba, gateando, entre sillas y piernas que se entrecruzaban entre seres que con su tronco hablaban al otro lado, a su pareja.
El animal había huido a la montaña y los primeros pasos de aquel, ya hombre, le parecieron un juego como aquellos días entre botellas y sillas que aseguraban desequilibrios etílicos.
Cuando pasó entre los primeros árboles, los toques de las plantas no le acariciaban sino que les desgarraba la ropa y les atrapa las piernas y brazos, un cierto pánico se apoderó de sus inquietas miradas a un lado y a una lejana oscuridad que era un pozo negro que quería tragarle.
Decidió, con una exasperante paciencia, porque nunca la había tenido, que iría cogiendo cada planta mano y la iría acariciando o cortando según el caso para que le fuera dando una temporal libertad que se perdía en la siguiente zarza, a la que evitaba con un guante de hierro y unos dedos cuidadosos con su fruto que tomaba con la sonrisa que da el placer.
Se dirigió entonces hacía las fauces que él creía le harían un héroe; cuando se fue acercando todo lo que vio fue nuevas formas de vida. Serpientes trapecistas que buscaban otro espacio donde balancearse o en su defecto pegar un pequeño mordisco o enrollarse si el hambre apretaba. Algunos miles de hormigas escalaban por el tronco que resultaba ser tu pierna izquierda, siempre susceptible de ser mordida con pequeños bocados que en su conjunto quería crear cráteres para llegar al centro de los huesos.
Nada parecido a esos maravillosos cuencos, donde un agua transparente servía de lupa para ver los dibujos indescifrables que habían ido labrando con paciencia sobre la planta que le había recibido.
Era tanta la fascinación con la que mirabas los diseños y el agua que invitaba a poseer la eternidad que cuando llevabas las manos o la cabeza como fue en el caso de Alfonso, sólo cuando está había sido encerrada por la parte superior de la planta, sentías la impotencia ante la la exuberante naturaleza. Sólo nos lo puede contar nuestro protagonista porque la lince Pitonisa aplicó una certera dentellada sobre el tronco que fue seccionado y provocó que la boca carnívora se abriera para lanzar un último extertor
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