El viento se cebaba sobre aquel lugar maldito. Nadie se hubiera atrevido a llegar en aquellas condiciones de tiempo; si alguien estuviera viviendo allí creería estar encerrado en el último anillo del terror
Silbaban las negras nubes y los vientos se desataban en aguaceros que arrancaban árboles, apenas vivos y destrozaban las ramas nacidas de un apocalipsis podador que confirmaron los negros presagios de años sin frutos y sombras
Tras las sucesivas migraciones una casa pugnaba por mantener la luz centelleante en medio de una pradera que agrandaba sus fauces para desgarrarla. Una sencilla pero pesada contraventana, orgullosa, trataba de desafiar aquella cruel y ciega fuerza. Al final, la naturaleza la utilizaba de munición contra un interior donde el pánico envolvía a sus tres habitantes.
Por allí penetró y embardunó de grasa mugrienta cada rincón, la dejadez y la equidistancia. La virulencia de su lavarse las manos era tal que los canallas se subían a la cima de la montaña rusa para caer, una vez desenfrenadas las vagonetas, sobre el caballito del tiovivo que seguía recibiendo los despojos producidos por esa actitud tan, muchas veces, criminal.
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