Bañado por la cruel indiferencia, camino por la sala y me sumerjo en mis hábitos. Los unos me los impusieron cuando entre en aquella secta que me atrapó durante decenas de vidas, que quisieron me duraran aquellos años; los otros son los que me fui imponiendo, unas veces, para vencer mis miedos, otras para adaptarme a la caída en la irrelevancia. Hubiera sido un dios y por ello estuve dispuesto a todo.
Proclamé cataclismo, anuncié falsos advenimientos, saludé a quien odiaba, sólo porque un día era oportuno y siempre un puñal que le podía clavar. Vomité odio seguro que no revertiría hacia mí. Señalé víctimas para que vivieran en aquella condición. Dinamité puentes y los escombros los espolvoreé para que a nadie le sirvieran de sustento.
Fue tan grande mi ego, como el ahora no ser nada, ni un banal hilo de cariño se deshilacha sobre mí. A quien maltraté, me nombra como exorcismo hacia quienes habían sido los que me albergaban, para estos, una traición, es deshacerte como un azucarillo en el océano, que sólo, cuando en las aguas de la muerte me diluyan. Extraerán algún día los granos por si surge hacerme una polvorosa estatua en la que ya no soy nada y las tormentas del paso del tiempo, no me darán ni armazón sobre el que sustentarme.
Me diluí, la indiferencia revistió mi ser dios
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