Escribo el mar en una línea: Intento que las ballenas vayan por allí; son libres, y caen por los vacíos en los que las veo pasar junto a las estrellas y aquel asteroide en el que viajaba ella.
Sus aguas mecen los días en los que el vértigo se impone; descubro las olas, en las que me subo por si puedo llegar a un día diferente. Su altura desnuda todos mis atrezzos y busco clavar mis uñas por si hubiera una hendidura sobre la que anclarme, por si todo fuera eterno; la cabalgo como en un viaje al infinito pero aquel muro se va deshaciendo en medio de un ruido infernal, como un vulgar azucarillo. Parecía que podría vencer la orilla, pero ya, oliendo los aromas de los bosques cercanos, sabe que su sabor salino será absorbido para diluirse en ventanas de un tren a una velocidad salvaje.
Ese blanco entre líneas que no le sujeta cae en un viaje a ningún sitio pese a la velocidad de los siglos, tengo tiempo a cabalgar la ballena blanca que me sube sus lomos. En ese instante, avanzo hacía los horizontes en los que sujeto, un sonido de saxo, un viaje por la Brihuega desconocida, una derbí de ida y vuelta, por mor de un entrenador tikismikis.
Sobre su piel, la ballena me deja tatuar cada uno de esas realidades para que se sujeten sobre líneas que eran, entonces, un río de montaña que desbrozaba los peligros. En el sonido con el que brotan las tintas se narran los cientos de goles, los miles de segundos para un proyecto loco de unir Europa, las notas de una osadía que coronó el entreno metódico.
Tiene un salta sobre las olas de una plasticidad divina y de un caer atronador; por el blanco sin el soporte de una nueva línea, nace la tristeza de no conservar la tierra en la que subida a horizontes, apareciera aquellos que estuvieron. Las lágrimas acompañan el viaje hacía algun pozo por el que las estrellas de verano, tan risueñas, tan narradores de historias pierden su pie para darse de bruces con unos árboles que las retienen para que sus hojas verdes, les narre su entrada al otoño.
Será ese día, cuando volvamos a buscar otra línea, para que el océano pueda albergar nuestra tristeza. Nos miraremos a los ojos, para enfadarnos con aquella ola que quiso cobrarse el peaje de dejarnos ver la orilla, pero sin poder bailar las notas, con los que hacer castillos de arena, a los que soñar destruir o poner un balcón para que ella siguiera trenzando abrazos que nos amarren a un saliente de una línea.
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