Eso me dijo Eustaquio, el otro día en la carnicería venygana.
El lugar era sórdido; la luz, la de las últimas horas de sol de un invierno que quería ser primavera y el sonido el de las batidoras que mezclaban las justas medidas de aquellos productos obtenidos de tierras cercanas.
Mi padre, que tiene narices que insista tanto, me quiere casar. La verdad que soy un desastre, alimentarme lo hago pocas veces, comer siempre, pero claro de esas maneras. Por casa, caminan otros animales con los que parezco coincidir en la indiferencia hacía su pulcritud. En la despensa y en los armarios se acumulan mis despistes en forma de alimentos y ropas innecesarias.
Y en la cama, permanece inerte algo a la que voy poniendo los vestidos de alguien, según van llegando los recuerdos.
Él lo ha ido consintiendo pero claro el escaso tiempo que le queda parece que quisiera permaneciera su apellido. No lo sé, a mi me asalta ese tiempo perecedero. Zweig es eterno, pero ya no está con nosotros.
Le atacó la desesperanza por las vidas lanzadas a las muerte, por los dueños de la vidas ajenas. Su literatura son los abrazos de un atardecer vestidos para la felicidad, pero el ser no se pudo sobreponer a las noches de los hechos cotidianos.
Ha contactado con alguna familia, anclada en esos instantes. Les ofrece mi faro, a cambio de someter un espíritu libre. Los acantilados a los que son abocados necesitan las intermitencias de esa luz, que sabe que en los otros ángulos, las más de las veces, alberga sombras y pozos a los que intentarán rodear para no sumergirse, aún más.
A alguna de ellas, las he podido oír. A todo lo primero expuesto, mis sombras, sin embargo, me habita una capacidad de reflexión y una empatía hacía los demás.
Sería duro vivir teniéndonos encadenados, cada uno perdiendo lo que somos.
A ellas, porque sean ellas, y se les quiten las piedras de las pesadumbres de los demás
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