Llegó lento al pantalán. La motora estaba preparada y todo el velamen, orza y el timón, dispuestos dentro del velero.
Fue entonces, cuando se volvió y de sus velas salieron las palabras: te esperaré, pero cada segundo saldrá tu nombre de mis labios; no me retuvo. Sabía que tenía que emprender aquel viaje, mi propio descubrimiento. Mi corazón sangraba, pero aquel viaje era necesario como el de Tristán; podría pasar que después de mucho tiempo, nos diéramos cuenta que fue mejor así. ¡Nos hubieran separado tantas cosas!
Tú habrás sido feliz, con tu gente, pero yo no podré dejar de agradecer tantas cosas descubiertas
Nada daba igual, mientras en el barco el viento de la juventud nos hacía superar cada principio de naufragio. El caos nos lo anunciaban en cada viaje.
Tanta de nuestras comodidades que nos habían atado a los devergonzados que siendo unos corruptos, tenían la cuerda con tantas ramificaciones que podían ir a los medios, con los gaznates sintiendo la tensión de los dineros recibidos, para incitar a la rebelión.
Era el final de los tiempos, diria Dickens, gentes honradas entregándose a quienes, sin complejos, sin responsabilidades les robaban de su dinero público, para dárselo a quienes les siguieran dando minutos de faro, ante el que se volverían a postrar.
Habían deteriorado la sociedad hasta las nauseas, insultando, mintiendo, votando contra cualquer norma que pudiera ayudar, bien fuera a los mayores, a los trabajadores de cuenta ajena o propia, que, alucinados por sus logros y siguiendo siendo empujados por las velas de los dineros ilícitos obtenidos, o por los que habían conseguido de quienes serían arrollados y les iban perdonando, que pretendían subir a los púlpitos investidos por los trajes que habían robado a quienes tienen que representar a cada uno de los seres humanos.
Estos mismos sirvientes, en alguno de aquellos barcos fantasmas, postulaban como navegantes a quienes querian arrojar a quienes despreciaban. Patriotas, se decían los primeros, cuando querían quedarse sólos, con sus ensoñaciones de algo que no existira nunca sin seres humanos. A tanto había llegado el deteriodo de tantas naves, que debías maniobrar para no ser embestido por esos trajes que habían tejido con sus odios y recubierto de oro por quienes nunca pagaban, ni en ser apartados por sus traiciones, ni en su dinero, porque el bolsillo de su patria lo tenian ellos.
Días pesados como el yunque que recibe tantos martillazos que acepta y no encuentra un momento para soñar ser palo de un velero.
Intuye que su labor podría ser bella; ayudar a dar forma a anillos, arados, puertas abiertas, pero le nubla que reciba también la contundencia de quienes preparan espadas, cañones, obuses, pistolas. Estos siempre le dicen que será por un mundo más bello. Pero desde su entrecejo, sólo se entrevee intereses propios, violencia y odio al diferente.
Cuando al yunque le piden que aguante a moldear vallas, le dicen que del otro lado, vendrán quienes no deben ser recibidos.
A veces, el herrero, le cuenta que el vinó de fuera, que, al otro lado de aquellas fronteras metálicas, había sátrapas, que estos servían a quienes no os pagaban los impuestos y que se tiene que tener más miedo a los que se esconde, que a a quienes en su pobreza, ponen su cuerpo para ser apaleados, entre el miedo, la soberbía y la sumisión férrea a quienes sólo les quieren para ser sus fieles servidores en sus villanías
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