Lo tenía que decir, aunque como podrán suponer, no es fácil sacarlo a la luz. Ella, más alta, más esbelta, más....aquí me contengo, porque, ¡cómo explicarles las noches de carneval y toboganes que hemos tenido en estos últimos años!.
Nuestra juventud, está claro, nos invitaba a ello; los parques eran testigos ocasionales; otras, las terrazas acristaladas de los días otoñales que reciban los embates de un mal enfurecidos. Fueron incomparables, los besos entre los versos que caían en cataratas, cuyas cortinas atravesamos para sentarnos enlazados por los cientos de gotas en las que nos uniamos.
Un día, sin ir más lejos, tomamos a Bertold Brecht por testigo y en su asiento consumamos nuestro compromiso, por encima de alhajas, sometimientos de otros, o ser lo que no somos. No, nos miraba, quise creer que por un cierto pudor, pero su mirada penetraba en la verdad, enfrente de un mundo sometido al capital.
Tuvimos dudas cuando decidimos que nuestro lecho fuera rodante. Quizás por respeto a Bertold, yo la expuse que un autobús de color amarillo podría romper el hechizo de nuestras actuaciones. Ella me quito el miedo entre asiento y asiento.
En medio de tantos de nuestros mutuos descubrimientos, siempre me reprochó que los pasteles, que había preparado como una hostia en un ritual católico, no hubiera servido para destrozar una puerta de necesidades que nos autoimpusimos aquella época. Nunca le pude dar explicaciones, como tampoco sabría desmenuzar cada uno de los ingredientes que me posaron en su cielo, con cada una de nuestras comuniones.
Subiendo aquella mañana por aquella montaña llena de viricuetos formados por vegetaciones y tersas rocas amasadas por ósculos, entreví un instante nuestra eternidad, aunque el descenso me mostró más pedregales que superar.
Por la vereda de un río fue leyendo tantas corrientes, con diferentes interpretaciones. Alcanzamos a bajarlo, fuera boca abajo, con sus esquimotajes, fuera mirando las olas, las contras y las entradas para satisfechas salidas.
Un día,
en medio de un calor, muy humano, pues lo había provocado él.
Puse el aire acondicionado,
Y si, Amada
Sentí que me había entregado a las eléctricas
Con sus precios del whisky que me sacó Jacques de las tierras altas de Escocia, para aplicarlos en mí batido artesanal de avena molido en agua, necesitado de condimentos que lo hicieran, daba igual, bebible o comestible.
Fue, quizás, por el anuncio de una quiniela, pensando haber perdido las fuerzas para buscar un manantial como el que sacia los tardíos melones.
PDA. Me contestó ella: Anda tontorrón, entra en la bahía como entraste en una playa del mar Menor. A lo loco, entregado, torpe, al fin sabroso
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