Le envío un mensaje a mi perro. Oye siempre me pedías que te lanzará la pelota y yo, obediente lo hacía. No sé porque no has vuelto desde que te tuve dos días sin comer y te tire la pelota para que me trajeras el periódico.
El silencio acude para remozar este tiempo donde Leila proclama toda la grandeza de los inmensos instantes que la hicieron ser ahora ella. La enfermedad es escuchar al chamán de la privatización médica hablar de lo absoluto.
Lo hizo entonces, hablar de su amor a la vida para por detrás, ponía en venta el cuidado de cada una de los que respiraban.
El ser absoluto, fuerte con quienes descubrieron que eran débiles ante un aparato engrasado pero no pulcro. Y sumiso ante quienes le darán su futuro.
Entre los árboles, un corzo intenta ladrar. Me apena su artificio pero le imito para agradecerle su intento. No, no es él, el perro no volverá, fue fiel hasta el extremo, pero dejé de responderle de la misma manera. La motoretta de las neuronas fue más importante por el ruido que por contemplar el tiempo para que él, silencioso vistiera lo aprendido con el reposo de lo que se mostró por demasiado poco tiempo cuando las baterías que tocan no están con Ringo.
Arrítmicos botan palos, pero sin aurresku; darían paso a su conjunción para entrelazarse por una botadura hacia una orilla para un encuentro. Yo, como esa chalanura, preferí prescindir de su presencia que debía ser eterno por como nos hablamos desde unis corazones calmantes, por un coche olvidado y un curso del que me prescindian. Ellos, por remozarles entre papeles que les sirven tanto de trono, como para quemarles
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