Te llega una contestación cínica, que te ha estado llegando, durante más o menos, este último periodo.
En otros momentos este comportamiento que te saca de tus casillas, se metió entre tus encías, pero no sabes si fue por el sarro o porque lo confundiste con un cierto enfriamiento que se manifestó en esa zona, fuiste capaz de no darle importancia y la hierba apaciguó la caída por esa pequeña zancadilla.
Ahora, cuando el agua del verano te puede acoger para que esos enfriamientos no tengan el peso de un ancla al fondo de tu lógica; debieras aligerar las palabras que en esos pequeños instantes te tomas como los cuchillos con los que un lanzador va dibujando los contornos de tu figura.
Te masacraran esos estiletes en la medida en que tu vayas realizando movimientos espasmódicos y hayas pérdido de vista la efímera consistencia que esos seres han tenido entre las rocas de los días que vienen y van. En esas idas y venidas, cuando desde el acantilado comprendes, a veces después de unas horas, que lo que asoma y te ha ensimismado no son delfines que te declaran su amor por la plasticidad de sus saltos; ni son tiburones que esperan una mala patada para que seas digno de ser atacado, entonces quitas la mirada del foco que te alucinaba y comienzas a comprender que mecerse en las interminables olas que se posan en la orilla, que llevan montados a los surfistas o que buscan el embate sexual con el fálico barco, son parte de una historia, que si, que siempre se habrán impreso esos momentos de furia y de autojustificado y lógico enfado.
Siempre habrás deseado que en ese instante final, cuando desde la ironía podrías haber tomado una ola gigante de la que con la habilidad habrías encontrado la senda que te pose en tierra, hubieras desaparecido ese desequilibrio que en el propio miedo, te arroje a la ira.
De instantes, de memoria inabarcable
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