Sube la pecosilla, moviendo su pelo como una danza con el Sol. Destroza el cuadro un árbol seco que recibe la luz con las garras que parecen buscar el cuerpo para desgarrar tamaño astro. ¿Dónde pudo afilar su villanía si hubo un tiempo en que, en la vega, exhibía su cuerpo que ofrecía una sombra, como el regazo de un amor, que se consuma en las tarde de verano que parecen ser eternas.
Le miro como explorándole para reconocerme en lo que voy siendo. Su cuerpo aún aguanta inhiesto, antiguas voluptuosidades; si del cielo dejó de recibir los rayos que clorofilaban las hojas en mestizajes prohibidos, quizás fueron sus raíces las que se aferraron a las aguas que en esa pendiente le huía. Se acabaron los años donde los excesos le permitían tener una ubicación tan en desequilibrio con la vida. Entonces le entregaba su altivez a los cuerpos enamorados que se apoyaban en él para escribir con sus sudores los corazones que se salían por los besos que exploraban las Américas desconocidas y por las manos que transcribían todas las pieles tersas, con algunas de las rugosidades que llevaban a las cimas de eternas nieves.
Tengo clavada la sombra invernal que quiere hacerse tenebrosa, con sus brazos de cien puñales ante el sueño de lo que calla. Incluso con ese frío, no puede ocultar los carnosos frutos que compartían unas manos que leían su presente como un libro paró los tiempos que nos apremian.
Quizás un día paró su respiración nocturna, para no quitar el oxígeno a quien lo necesitaba a bocanadas porque una ruptura parecía haberle quitado la tráquea. Bajó sus ramas con sus hojas para que la madrugada no le sorprendiera ni el frío viento de lo acabado, ni el duro suelo de un desequilibrio. De su interior salió una voz que le hablaría de la necesidad de un futuro y de los cofres de lo vivido que se esconden en las grutas de nuestro pasado; a veces, como tristezas, otras como exhibición impúdica de nuestras exhuberancias.
El árbol parece vencido, pero unos rizos se suben sobre sus ramas para que las castañas luzcan sus opulencias bañadas en oro.
Nace un poco, como si, en la vida, ese juglar malabarista jugara con bolas ingrávidas.
Bella madera, sin engaño; mármol en una naturaleza sin trampas
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