Tiro de recuerdos y se van entremezclando para crear un cuadro en el que pueda encontrar alguna de los paisajes en los que he desarrollado sueños.
Encuentro una calabaza, crecida, alimentada por algunas de las aguas podridas que la han ido dando su actual prestancia. Me tomó tiempo reconocerla porque había mutado tantas veces, que creyéndola redonda y tenebrosa por el famoso Halloween, la encontré un día sentada como cuenco en un ruta muy transitada, sobretodo en peregrinos veranos.
No muy lejos de un cerezo, noté como sus ramas entrelazadas se habían conjurado para ofrecerme reposo. Había terminado exhausto aque año escolar, mucha culpa la tenía el haber portado como unas cadenas la mascarilla propia y la del todo el alumnado que parecía un bozal que nos habían puesto soñando con que nos callarán. Sin conocer la capacidad para desarrollar esa habilidad en situaciones aún más inverosimiles. Eso no quiere decir que algunos finales de sesión, en mi caso, al llegar al coche, a veces, era encontrar una puerta de salida sellada, hasta que el agua diluía la cerradura.
A estas circunstancia, se le unía el salto al vacío que había hecho para encontrar una satisfacción que no encontraba en algunas de las propuestas que llevaba años planteando. Pese a las exhaustivas explicaciones, una mayor participación personal en cada una de las acciones, me hacía ver mi función de pegamento que necesitaban ante peticiones nada usuales para su edad; se les invitaba al malabarismo, al equilibrio, la creatividad, a explorar con la voz, las intensidades en cada uno de esos aspectos, incluso se les hablaba de los horizontes del silencio.
Una calabaza engendra un cerezo con un corazón para el verano.
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