Echo en falta los días que nos sentábamos el ciervo y yo, en la gran piedra que preside la entrada a Monteagudo. La primera vez, iba corriendo, pero ya no como hace años, de hecho la segunda vez, que me vio ya no arrancó, se hizo a la idea que mi velocidad crucero eran 50 pasos míos por dos trancos suyos. Mis manos braceaban a bocanadas. En conclusión, ningún peligro.
Ese día, me apoyé en la piedra, quería que el Sol me diera en esa espalda que por las mañanas parece querer partirse. Ya era verano y buscaba que sus rayos atravesarán mis rizos; él, tras algunas dudas, se posó y nos quedamos mirando aquel bello valle, a la derecha los cortados se erizaban salvajes, intransitables; ahora, parecía difícil que te atrajera la aventura de perturbar los inexpugnable como te había atraído descubrir la Dora Baltea y su inmenso caudal de agua.
Se levantó
el ciervo y se iba a arrancar hacía las
puntiagudas torres, labradas por el arte del tiempo cuando le pegué un silbido
que desperezó a los corzos que estaban en el otro extremo, puerta también pequeña que nos llevaba, ya a la fuente,
ya al paso que nos dejaría en Canredondo, ellos divertidos, me respondieron con ladridos.
Le dije: vale, para, guarda fuerzas, en fin, que comprendió que era un tiempo único, ¿irrepetible? de charla . En un primer se volvió a sentar y me señalo algunos de los pasos que utilizaban cuando los señores de la pólvora se acercaban con sus cencerros de olores. Me asombraba, la verticalidad de sus paredes, trufadas a la vez de árboles con raíces voladoras. Parecía que estuviéramos asistiendo a la parte del equilibrista en una representación cirquense de la naturaleza. No se pudo retener, por más tiempo, prometiendo que no sería la última vez que nos viéramos, salió cabalgando hacía aquel desafío de vida, allí anduvo trepando, bañándose en el vértigo de los acantilados amenazantes y trufando toda su acción con los sonidos que recorrían el espacio como invitando a una danza ingrávida.
Yo, retenía el momento mágico; girado, aquellos puntales para una nueva obra; de frente, con las luces del atardecer se recrea un mar sobre el que navegar, erizado de olas pequeñas, cansadas exhaustas tras recolectar sus frutos.
A lo lejos, cuando pude focalizar mi atención, se habían unido, otros ciervos, algún jabalí más, y los corzos que por su pequeño tamaño estaban intrigados como mi partenaire podía quebrar las leyes de la gravedad. Nadie parecía moverse, ni el tiempo, ni el aire; el Sol besaba mis lumbares, con la pasión que yo le había requerido y estaba dispuesto a devolverle.
No sabía cómo y de repente, me di cuenta que allí estaba ella, había aparecido, transformada; la recordaba por sus formas humanas y sin embargo, su quietud era imperial. Nada existía excepto su imagen, de sus entrañas había crecido una imagen inalcanzable, transformó el día, ante los acordes "murder most foul", su cuerpo inició una casi imperceptible danza, a la que sólo pudo responder aquel ciervo, diablo de mil ventosas; ahora en el llano, donde se erigió sobre una pierna, con la que giró. Si antes era potencia, ahora era quietud; en ese eterno instante del hilo sobre el que anduvo en tantas vidas, que parecen deshilachadas, habiendo sido, a veces felices, a veces descubridoras, a veces, dolorosas. Ella le acompañó, posando todo su cuerpo endiosado, en los lomos del animal para aprovechando su inercia trasladarse, ambos, a escenarios confundidos, mezcla de ternura, placidez, salvajismo, autodescubrimiento, como besos repetidos, sudorosos de pasión de tantos encuentros furtivos que electrizaron incluso a las abejas, sin tanta intensidad.
Se alejaba el ciervo, triste, rasgado de dolor como la canción de Dylan, seguí ella explorando tantas vidas que la dieron sentido. Parecía desvanecerse ella, posada, exhausta por lo vivido; comenzaba él, sus pasos autoritarios, exploratorios, denunciadores del odio con el que se ha cegado tantas sociedades, y entonces ella, volvía a la vida, para buscarle, ser buscada, cimbrearse, ser lanzada a otras gravedades, imposibles de descubrir sin el otro.
Allí, en la piedra, una lágrima resbalaba desde mi corazón, nos deshacíamos en el tiempo, en unas manos que no eran capaces de retener los sonidos líquidos del Aute que siempre nos engendró a una dulzura que no supimos compartir con un espíritu rebelde; en las cadencias aladas en las que siempre se nos escapara un inabarcable Bob Dylan.
Aquel
inmenso escenario, se desvanecía ante los trazos impregnados de los misterios
que podían esconderse en dos cuerpos lanzados a desnudarse de todas las
ataduras sobre las que creían haber crecido libres, sin notar los grilletes de lo admitido. ¿Y si ese agua cayera sobre
una vida que tuviera surcos para que sus pasados, no les fueran cadenas para
las nadas? Se fueron al fondo, recogiendo las últimas luces en forma de tapiz, tumbados para desentrañarse por el fuego que les consumía
Eran 16’56’, el tiempo que la canción necesitó para describir cincuenta años de errar por el caos donde los depredadores reinan
Fueron 16’56’’
de saberte tú, creciendo con el otro; buscando encuentros doloridos, tenebrosos,
nacientes, para besos en el que se tambaleen tus miedos encerrados
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