Estando en el medio del océano, arrastraba mi isla durante el día, cuando la desorientación era mayor. Allí, descansaba y bebía los aires que había descubierto tras años de extraño ahogo.
Por la noche, se hacía ligera y me dejaba avanzar hacia los sueños que cercenaban los odios que me arrebataron la luna. Lanzaba una brazada y se deshacían cientos de nudos hechos por los pobre ricos, exultantes del poder en el que se habían investido como roedores de autoestimas.
Comenzar cada atardecer no era fácil. Sólo un pequeño sonido destruía los venenosos posos de lo establecido; recordaba a los impúdicos sus mamarrachadas y me hacía adentrarme en el negro océano con la luz del satélite acariciando mi corazón de pulsos para jugar en los bosques donde se escondía el niño que fuiste.
Las hojas caían sobre las aguas y acolchabas la vida
En los días sifones te dirigías de forma irremediable a las logebras profundidades, cuando el aire faltaba y el lecho te recibía como un plácido tálamo, donde yacer en nadas; una enorme chinita gigante te repelia hacia la superficie y al emerger las agitadas ramas de un bosque, te acompasaba la siguiente brazada y con su vocecita llamaba a las danzas de los descubrimientos
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