lunes, septiembre 23, 2024

Tras la presa

 Estuvo acogida durante unos meses en casa de unos antiguos vecinos de su padre. Allí volvió a estabilizarse un poco. Los últimos años, aún encerrada, habían sido frenéticos; había vivido situaciones que como dirían en la prensa sensacionalista "jamás mente humana pudiera concebir como posibles". 

   Salir un día del edificio y tras unos pasos, después de asegurarse que el portal se quedaba cerrado, había recibido el impacto de un muñeco que había salido despedido por el parabrisas de un coche que había sufrido una situación increíble. De una grúa se había desprendido la bola con la que pensaba derriba un antiguo edificio de montaje de piezas para los Masserati. La bola anduvo balanceándose desde el primer momento con una fuerza inusitada. El conductor había conducido con una gran imprudencia para andar por el medio de la calle principal de aquel suburbio. John, que había dejado estacionado su coche, para ir a recoger a la niña que estaba como se suele decir "con su madre", se horrorizo cuando en la vuelta de la primera ida golpeó el motor y giro el automóvil, unos 72 grados. Ya, de la contundencia del golpe, se quebraron el cristal delante y el de estribor, que es por donde había recibido el impacto. 

   En la vuelta del segundo balanceo aquello adquirió tintes dramáticos, porque se deshizo del techo del coche, con la facilidad con la que alguien se puede quitar la peluca, cuando piensa que se puede abrasar, por el fuego de una barbacoa.

   Fue en ese instante cuando varios de los objetos posados sobre la bandeja que cubría el maletero emprendieron un vuelo al que parecían resignados, no llegaría nunca. El patito aviador, con sus gafas puestas golpeó con contundencia sobre la cara de nuestra protagonista. Sucedió que esos inofensivos y, en cierta manera, ridículos, anteojos que iba en el attrezzo de la mascota más querida por la niña, se insertó sobre el lóbulo derecho de aquella mujer liberada, por fin, de un miedo patológico que le amarro a su pequeño apartamento, a unos libros de autoayuda que la habían hundido, todavía más, y por fin, primero a una ventana, donde veía suceder todo lo cotidiano que no le gustaba nada, y lo odiaba y luego a la trasera, la pequeña escotilla del baño que le abrió la mente por aparecer tres pequeños tulipanes que le hizo pensar que una nueva república podría florecer. 

     Cuando, creyendo que esa pequeña herida, producida en el lóbulo se apañaría, como lo había hecho, con una gasa y un poco de Betadine; al ir a cruzar la pequeña presa que se hallaba a pocos kilómetros de casa, un ligero mareo, seguido de un soponcio, la hizo girar el coche hacía donde se hallaba la mayor cantidad de agua.

       Lucho un minuto y perdió la luz, al empezar a hundirse. Sólo la valiente intervención del gruista que volvía a la base de la empresa, con la certeza que le despedirían, la sacó del habitáculo del turismo y la hizo respirar, ahora si, con los aromas, que le impregnaban cada poro, del bosque cercano.

No hay comentarios:

Siameses y mercader

Siameses y mercader
Zaida, Fernando y