Antes de arrancar el coche, ya se había puesto el collarín. Luego miró el nivel de combustible y por fin, la miro. Esta seguía con la cabeza baja y él no terminaba de comprender lo que había sucedido.
Por la calle, transcurría un nivel de agitación que contrastaba con el silencio del amanecer de hacía dos días. En aquel momento, tras la explosión de la noche anterior, todo parecía parado, alguien podría pensar que la muerte había invadido aquella manzana de pisos demasiado bajos y pobres, apenas cimentados.
Ahora, Gilda recogía la tarjeta que alguien había dejado. Era una invitación a un party; la gente que se lo había entregado seguía dándolos a los que veían jóvenes y dispuestos a acudir a ese tipo de eventos.
Un perro bajaba de aquel parque, frondoso lo que le daba una apariencia de profundidad cuando apenas tenía tres filas de árboles, eso con ramas rebosantes de hojas inmensas. El can se entretuvo en tirar a la diana sobre una de ella que se balanceó por su micción. Alguien la miró cuando empezaba a levantarse por uno de los lados, como para volar; enseguida dirigió la mirada a aquellas hayas, para ver si había viento. Cuando comprendió lo que había pasado, buscó con la mirada por donde iba el perro. Se sorprendió cuando lo sintió frotándose sobre su pernera. Había renunciado a él, cuando una tarde, a su llegada a casa contempló la animadversión con el gato de su mujer.
Prefirieron al gato Bob, era rebelde pero de un pelaje bello y de unos movimientos arrebatadores, felinos y peligrosos, porque en su majestuosidad, siempre cabía la posibilidad de un error que se llevaba por delante el recuerdo de Argentina que se habían traído unos meses antes, en aquel viaje infausto a lugares deprimentes en el que creían haber encontrado un motivo para la redención.
Julio había salido coche cuando reconoció su perro, al que había estado muy unido. Marisa intentaba comprobar, en el asiento de conductor si aún vivía Bob, este estaba dolorido de la paliza que le había dado aquel perro perdedor. Sólo había recibido un bocado, nada grave comprobaron luego, con la pata derecha delantera lanzó un amago de caricia hacía ella. Julio reconvino al perro y se giró, con lágrimas en los ojos; luego empezó a alejarse y dirigirse al coche como si fuera a una cámara de tortura. Recibió la mirada dura de ella, se quebró, se volvió a poner el collarín, a la vez que silbó a Tarzán y se giro para abrir la puerta de atrás.
Tendría trabajo, pero no pensaba renunciar a una parte de él
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