Se sentó para hacer lo cotidiano. Eran rutinas que pensaba, tenía dominadas y ese día repetiría con la convicción le apartarían de aquellos oscuros pensamientos.
La ropa era la adecuada para la actividad que haría, pero no para lo que le sucedió nada más afianzarse sobre la plataforma. Se movió y despegó con tan violencia que si no hubiera sido verano y el balcón hubiera estado abierto, pues eran ya las once de la noche y allí, lo que hacía de temperatura, era una brisita muy agradable y reponedora tras un martilleo contundente y alocado de un sol desquiciado, porque su tiempo había comenzado a terminar.
Enseguida sobre varios tejados de la barriada y en un ático, vio tumbada a ella, no necesitó quedarse fijo sobre ella, tenía prendido en su cerebro cada célula de su cuerpo armonioso. Se habían disfrutado con tal intensidad que ahora, volando y por no tenerlo entre las yemas electrificadas de sus manos, creyó que todo había sido una frugalidad.
Miró para adelante porque, ¡quien puede confiarse de una esterilla voladora!, aún así sintió que la eternidad de aquellos años con Inma, podrían acompañarle de por vida, aunque al mirar al suelo para buscar la altura a la que estaba volando, sintió que ya no la tenía, y ese espacio de caída que podría tener, era el abismo por el que se despeñaba sin sus besos y sus vibrantes caricias.
Se dirigía hacía el pinar y resignado se tumbó sobre la colchoneta tan a tiempo, que las garras de un búho sólo le produjo cosquillas; al ave de rapiña, por su ulular, un gran frustración. No había podido volar por aquella semana de tormentas y el apetito era entre inmenso y gigantesco de tal manera que no le había permitido calcular el tamaño de aquel hombre que por muy falta de amor y de seguridad, hubiera seguido siendo muy pesado para él.
Calculaba que a las 11h33 se había posado, plácida, sobre un pequeño claro en la parte superior de la montaña. Nuestro protagonista se quiso erigir sobre la mat y ya se habían congregado una variedad grande de ansiosos animales, de los más variopintos, curioso de recibir alguna buenaventura. Pese al espanto que le producía estar volando de una manera tan antinatural, tal aglomeración de fanatismo le hizo confiarse, de nuevo, en el objeto volante
Era ver tanta credulidad que la esterilla, como Bryan, sentir un escalofrío porque no le permitirían despegar, que salieron por peteneras y por el aire, también. Ya los dos empezaban a formar una unidad.
Un fuego y un asado le llegó hasta el olfato y pese a las reticencias de aquel, ya cómodo, objeto volante, consiguió que descendiera a la altura suficiente para dar un buen susto a los comensales y aprovecharse del espanto de uno, para coger al vuelo, una chuletilla de cordero, que estaba riquísima.
No tenía visos de cansancio, ni de falta de algun tipo de combustible.
Sucedió lo que nadie esperaba a estas alturas. Después de unas horas estirada; como la cabra tira al monte, la esterilla se empezó a recoger, como en un cucurucho, dentro de él, le recogieron y le llevaron a casa, como desvalido que había quedado después de tanto aturullamiento.
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