Decidió que saldría rápido de allí, apenas había vivido unos meses en aquellos lugares agrestes. Le pareció exótico y retador quedarse allí, cómo no iba a admirar a gente que había preparado bancales en terrazas con caídas de 50 metros.
Cuando pasaron los días, tuvo acceso a los túneles subterráneos que llevaban a verdaderos palacios interiores. Llenos de agua y con unas especies de chimeneas que era lo que provocaba aquellos ruidos nocturnos que le habían hecho coger las llaves del coche y salir corriendo, porque parecía que una erupción estaba ocurriendo. No lo hizo, porque por un ventanal de una casa ultramoderna, de esas que presentan en televisión un experto que se maravilla por cada uno de los cien mil detalles. Decíamos que allí sobre la cama estaban Mari y Alber, ajenos a aquellos ruidos, haciendo el amor con tal frenesí que pareció que aquel ruido horripilante fuera un excitante ajeno para aquella entrega que no tenía visos de pararse. Aquel día se quedó, comprendió que todo pasaría.
Cuando fue uniendo cabos de aquellos sobrecogedores instantes, familias enriquecidas porque de forma curiosa los habitantes más colgados en los bancales, huían después de recoger todo lo que tanto le había costado cultivar, y eran aquellas las que se apropiaban de todo; además entendió que por aquellos lagos interiores se deslizaban planeadoras, llevando entre risas de mandíbulas desencajadas las riquezas ocultadas a la población de allí. Continúo allí, porque había atado lazos que una mujer que pugnaba por quedarse, a pesar que su belleza era motivo para los asaltos de varios habitantes de aquel lugar, entre otros Alber.
Ella, desapareció al mediodía cuando cedió ante el más persistente de los nigromantes de aquel lugar.
Crucé el puente romano que decían habían construido para ir a Caesar Augusta y tuve que abrirme paso por un agujero del muro carolingio que tenía varias de las piedras caídas, de un rojo muy humano.
La que me lanzaron a mí, no llegó a su destino. Lo entendí cuando me giré y vi a ella, empujándome a ir, con una soga al cuello y con una lágrima deslizándose por su perfecta cara
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