¡Cómo no va a andar despistado, si le queda una semana!
La hermana le acerca una botella y la palangana, en la que realiza sus abluciones y levanta la vista para ver si ha llegado Mariano. No es fácil, pero si es valiente, por decidido y arrojado, cuando se enfrenta a él, en unas discusiones que se le hacen eternas.
Fue hace diez años, cuando empezaron a viajar sin rumbo. Se hallaban en una especie de tierra prometida. Muchas mañanas, tiempo antes se había comprometido a dejar aquella cárcel. Todo se había complicado y nublado desde hacía dos años.
La muerte inesperada de aquel hijo, le quebró en lo más profundo de lo que parecía una relación tormentosa
Ella había muerto en el paritorio y su hermana había sido un soporte imprescindible para atender al niño y para que él mismo no hubiera enloquecido.
Se embarcaron en un proyecto de auto conocimiento y de optimizar las tierras que les había dejado su familia.
Mariano, de alguna manera, enamorado de Lucille, desde pequeñito, en aquel barrio de las afueras. Rasgaba sus cuerdas y la seguía por todas partes. Con él, a cambio, tenía una relación más de odio que profesional.
Aquel hombre se abalanzó sobre el coche ardiendo en el que se hallaba Luis; cogió un extintor de una columna y una manta del maletero; había viajado mucho en aquel coche.
Le soltó el cinturón de seguridad. Le cogió en brazos y le hizo soltar un juguete que amenazaba con convertirse en una tea que prendiera aquel inmenso garage. Todo se controló, el fuego del coche, la caída de este, al piso inferior y el horror del guardia de seguridad que había actuado demasiado tarde.
Nada se pudo hacer por el hijo. Mariano, destruido, fue arropado por la chaqueta de Lucille y por los ojos llorosos de aquel padre y marido, sin hijo y viudo.
Sobre el agua de la palangana se cruzaban nubes negras, a las que el sol minimizaba
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