No quería ir al centro comercial; no me gustan, pero mi nieta ha sido el motor para salir de mi misantropia. Eso sí, me pongo capucha y me pongo la mascarilla como un bozal. Nadie me reconocerá.
Entrar ahí, es salir de mis días de kayak; se cruza mi mirada con aquellos regresos de los domingos, agotado, mirando a través de la ventanilla, como un marciano, los parkings llenos de presidiarios del consumo. Pensé que era un destino que destruiría, también, a Leila Guerreiro.
Me coge de la mano Claudia, como para protegerme, sabe de mi desvalimiento, reflexiona a profundidades a las que nunca he llegado. Las voces juveniles son los tañidos de una campana que invade un inmenso páramo de luces repetidas en estas iglesias paganas del dios consumo.
Oigo un ruido que he ayudado a realizar durante toda mi vida en la fábrica. Soy yo, ahora quién la coge en brazos, ya no me es fácil pero la adrenalina me hace olvidar el dolor.
La llevo hasta el carrusel y la pido que se haga parte del paisaje, que se deshumanice, hasta llegar a ser decoracion, ríe, pero acepta. Salto a una pequeña plataforma, donde han dejado unos frasquitos de gomina. He descubierto sus propiedades para hacerme invisible. Espero una repetición del sonido para localizar a la persona. Se repite, lo sitúo cerca de donde está Claudia, sé que no es ninguna broma porque las imitaciones en las de juguete, siempre han dejado mucho que desear.
No debo tener miedo, ella, no lo sé, siempre me ha aterrado contarla las características de alguna de las armas que construimos. Salvajes e inhumanas en sus resultados.
El carrusel empieza a funcionar el niño soldado parece dudar. Si antes vi en su mirada, la de un psicópata sin agarre a la vida y con destellos propios de ese centro comercial, ahora veo los ojos de un niño inseguro, ansioso de ser feliz con unas vueltas en el carrusel. Cuando veo que se monta en esa especie de batidora, con un volante en medio, veo sus dudas a la hora de dejar el kalasnikov y de atrás se saca dos granadas de mano. Es ella, Claudia, quién se ofrece a sujetar todo ese arsenal; el niño la suelta una mirada de amor desvalido, como si quisiera engancharse a algo; la batidora empieza su giro, el acelera con el volante, de su bolsillo que salió un disparo de una pistola que se había guardado; se alojó en ella, mira desconcertada, buscándome, al caer suelta las dos granadas, con sus espoletas desprendidas, las cojo, las lanzó a único puesto sin gente en esos momentos, una casa de apuestas, sale el premio, a la vez que del fusil de asalto se escapa una lágrima en forma de bala, me alcanza y se une a las que ya derramaba por ella. Pierdo el sentido, como lo perdieron las armas.
Durante mi estancia en el hospital, tenía un frío aterrador, como manta y como futuro, dejar de ser millonario por apostar por la casilla ganadora trucada que es por la que siempre colé la necesidad de las armas.
El chico, aquel día, había salido despedido y voló hasta caer en los brazos inertes de Claudia; ella en su cuello llevaba un colgante con una piragua y un árbol. Dicen que le vieron salir de aquel espacio y se dirigió al campo. Hubo gente que le siguió, con sus armas también dispuestas a abatirle.
Nada sucedió, excepto un viento que atrajo aquellos aires de la montaña, a los que me dispuse a volver
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