Le pedí a aquella chica una señal. Ella la dió en una nota a la que buscó entre un prolongado soplo.
Nacho sólo tenía tres minutos hasta la llegada del siguiente tranvía, para decidir si contaría aquel naufragio.
Ella estaba segura; él había perdido toda esperanza en el ser humano. Como el payaso de Bloom, le había invadido la certeza del fracaso. No creía en lo que hacía, lo consideraba una mentira; utilizaba artificios de sonidos, imágenes y temas que sentía muy lejanos, populista, con respuesta banales.
Su nota salió mínima, como tapada por una manta de nieve que pugnara por ahogarla. Concentrada, subió haciendo esquí de travesía, a ritmo; mostró en aquella meseta, un abrazo y luego se fue deslizando, como abandonándose, para besar el encuentro.
Era un Si agudo, liberado de la presión en el labio inferior; focalizando la presión en un punto que sujetaba una hoja donde se había escrito la necesidad de ser auténtico consigo mismo.
Él pudo leerlo y saber que tenía que partir desde la playa. Primero nadar, subirse a una barca y de ahí a un barco. Preparó su cuerpo, colocó todo lo que tenía un punto de ruptura próximo. Consciente de si, cerró los puños, abrió la poca, relajó su cara, notó su boca, recogió su pelo, soltó las palabras grandilocuentes que le oprimían porque no eran suyas. Cerró los ojos, para despedirse de aquellas mentiras, los abrió parar mirar la orilla, allí estaban ellos, Pasolini, Brecht pidiéndole que sintiera al negro que iba vendiendo baratijas, al albañil que construí el Moll que daría cobijo al Open Arms, durante 7 meses porque los gobiernos tenían miedo a los medios de comunicación, esclavos de sus pagadores. Estos, a su vez, se sentían miserables porque tenían miedo a perder su riqueza, con la que se sentían dominar el mundo pero necesitaban que fueran burdos sus empleados.
Nacho se rocío de la mañana, desentumeció sus músculos con la ayuda de ella, se echó agua como para cruzar el océano, andó un poco más, el agua le cubrió su sexo, luego la barriga, pulmones, se colocó horizontal, dio la primera brazada, buscó prolongar y deslizar, pensó que tipo de respiración haría, dos o tres ciclos. Sonrío porque ella, en su nota, también, había aspirado un desierto de aire por la boca. Decidió tres ciclos, prolongó su otro brazo, el primero y giró la cabeza para aspirar su primera bocanada, luego volvió a meter la cabeza y creyó que cada tres hacía tiempo que no lo practicaba, decidió que dos y llego a la barquichuela, tenía todo, subió, cogió los remos y empezó, se volvió a acordar de ella; su ritmo de corcheas, su sonido tenístico para darse fuerzas, un picado, otro picado y el silencio de la ligadura. El barco se antojaba lejos y parecía, que con cada esfuerzo se alejaba. Persistió, mirada fija, pensando en los suyos. Tenía miedo que la fe ciega se enturbiara con oleajes, corrientes y toda la parafernalia que arrojaban por la borda los elegidos cuando ya dejaban de ser escuchados.
Ella tocaba y él, bregaba
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