Sentado sobre una manta, un gato maulla, un perro ladra y Luci piensa que la sopa no se ha quedado caliente aunque la metió en el termo. Más lejos, Federico observa toda la ciudad. Cerrado en cinco cancelas del tiempo cree pertenecer a una secta que le tiene repitiendo los mismos mantras que le vuelven tarumba.
Cuando vuelve la vista sobre la llave que le promete abrir los paraísos, siente que hoy la arrojará a un pozo.
Se siente desnudo, se levanta. El gato se eriza, el perro se estira y Luci sorbe el caldo sin dejar pasar nada más. Entonces, siente que su cuerpo fuera el de un enorme Iceberg, como el que se creó un Miguel Ángel, empieza a deshacerse. Ve que la gente fluye, que su boca se resaca. Mira el cielo azul, siente la brisa de un mar escondido y se fija en el estadio Olímpico.
Más lejos Cornellá, Eulalia, pero el gato se restriega por su pierna, en la otra pierna, el perro que acaba de levantar una de sus piernas traseras, amaga con miccionar para marcar su terreno. Ella dice un ¡Hostias, que rica estaba!
Él sale espantado pero consciente de lo que vivió en aquellos diferentes lugares donde sintió que era un cuerpo escribiendo unos deseos, imaginando una naturaleza, desafiando a Orcos, aunque no sean Tourist y ya, deshelado el bloque, todo fluye para girar, saltar. Se quiebra el edificio del miedo y salen los sonidos de la búsqueda y el cuerpo es ritmo y hoy, desde su atalaya dirige el viento para imitar sus danzas y es consciente que no sabe de eso mucho, pero que si sintió vibrar su cuerpo como los árboles mezclaban las armonías de sus hojas, con el silbido de sus ramas y las raíces que se hicieron pulpos.
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