Me trajeron un plato de judías y un filete de ternera. A esta última, la había conocido en tiempos mejores. Por aquella época iba poniendo herraduras a los diferentes animales, por los pueblos de la sierra. A otros animales les aconsejaba de zapatillas.
Era bello pero nada tan emocionante como mi enamoramiento de la luna. Soy un envidioso de Spanbauer, dicen, quiénes no me conocen. Muchos días, salgo sin tener ni un pelo y luego vuelvo peludo y enloquecido. Mi amigo canuto, que tiene una relación con una princesa, me envuelve en sus aires destructores y me lanza a cantar la Marsellesa; yo no soy concejal y además del francés en varias épocas y de diferentes formas. Algunas, ya casi olvidadas.
A mi me termina llevando a casa, el cura. Extrañas coincidencias. Yo salgo del cabaret y él, de auxiliar a una enferma. Curiosa parábola; yo que camino con los pelos de punta porque he quedado con una cabaretera; le iba a contar que era una enfermedad pero claro, he pensado que si tuviera el mismo mal, su interlocutora, le podía poner en problemas en su homilía en la que me empezaba a envolver.
Cuando andas metido en la farándula, pasa eso que el día parece corto y las noches llenas de un globo vestido de luciérnagas. Los petardos parecen envolver el ambiente y nada parece tener una lógica. Si aquél asno se negó a ser herrado y al Cesar, no se le puede la herradura porque no es suya; como la cerveza puede ser natural, como mis nervios cuando las luces se empiezan a mover formando palabras que ella que está en la puerta me recuerda, cuando abre la del coche parroquial y me dice: que no estamos para tonterías.
Ya me relajo, la digo tomando el gato tigre que araña y no daña
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