Era la noche y el vértigo recorría un entresueño. Unas pulcras imágenes parecían llamar a los infiernos
Mi yo, se había convertido en Tambo, un inadaptado que se refugiaba en una gran sala de juego.
Allí, entre máquinas iba mimetizándome y eludiendo todos los ataque de una sociedad exterior pura, acogedora de una blanquitud, en la que no podía imaginarse una mancha, luchaba contra fantasmas que anidaban en mi mente que había disparado sin pausa por una gran nación, la mía. El dedo había automatizado el gesto y mi cerebro había comprendido el peligro.
Mis ojos eran otra cosa, veían familias corriendo, despavoridas por el frío y nuestras palabras, os iréis por las buenas o las malas, había dicho uno de los nuestros. La desnudez no era bella y los ojos de la madre se abrían como una plegaria.
Ya estaba bien, pensaban los dueños de terrenos colindantes, querían ser, también, los poseedores de aquellas vidas y habían traído contenedores para meterlas allí y arrojarlas en vertederos. Al fin y al cabo sus pelos desaliñados y su ropa desteñida no podía competir con el gladiador, vencedor de mil batallas, ni con la imagen hierática, que surgía, elevándose desde los palcos.
Mientras, cómo el periodista que no quiere ver una deshonestidad más, de uno de los suyos porque dice ya conocerlas, los ciudadanos eran invitados a ver vídeos dulces, con músicas empalagosas e idealizados estereotipos, como las formas de un papel de váter.
Era la noche y tu mente no alcanzaba a entender porque todo se había montado en algo tan sucio entre manteles divinos tejidos de un desprecio y olvidó hacia quienes trabajaban, sin tiempo para el resuello, esas ilusiones.
Estábamos orgullosos de lo que éramos e ignorábamos las mezclas en las que nos construíamos. Giraba en un lecho como una vida se deshace en un instante, en una centrifugadora sueños y pesadillas.
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