martes, noviembre 15, 2022

Dia 28. Entrenar para descubrir lo desconocido

 Me dijeron que tenía que salir a pasear. Estaba dando vueltas sobre algo que ya se había acabado en ese preciso período. Aún con ese malestar, calzarse, abrigarse salir de un espacio físico confortable siempre supone una ruptura a la que muchas veces nos negamos.

  Sucedió, cerré todas las ventanas que se habían ido nublando y bajé las escaleras para abrir una puerta que parecía cerrada con llave. El golpe de frio penetró por mi mirada que encontró sólo las menguantes luces de la noche. 

  Anduve unos pasos y la oscuridad me acogió. La conocía, estos últimos años, se ha hecho compañera, pese a mis miedos juveniles. Da igual que haya ojos explorando y, de vez en cuando, ruidos que perturban los pensamientos en los que te envuelves, que ya se han limpiado de los que te tenían cercado, en un bucle. 

  La sensación de soledad abruma; me había acostumbrado a sonidos ajenos a mi exploración; con el tiempo los van asumiendo como el golpeteo sordo y alejado de un día de lluvia en el que, por fín, has retomado el libro de Michel Houellebecq. Te ha ganado, pese a que lo has tenido postrado en un oasis en medio de las tempestades que te invaden. 

   Parece que te esperaba como te escuchaba con un corazón en los oidos quien en estos días ha tenido que exponerse a un al mar que la ha encorsetado en "la tormenta perfecta"; en este caso, ella si, aún con sus "ojos de buey" vidriosos, tiene un barco con una tripulación entregada a su patronaje. 

   Me quedo mirándola; a su belleza, porque es obvio, la exhibe con una luz propia, que te hace olvidar en que momento del día te encuentras; a su corazón que me ha abrigado este tiempo, porque tiene cincelados retazos de escucha, actos de búsquedas y barcos para navegar la sangre soliviantada.

   Caminas, sin darte cuenta te vas introduciendo en los otros yos que te poseen. Ese que se desata en su encuentro con la naturaleza; lo urbano, por una noche semidesierta va dulcificando los encierros interiores, cuando llegas a las cercanías del río, te recuerda a alguna famosa bahía de esa película icónica. Intuyes vidas embarcadas, iluminadas por los miles de farolillos colgados a la salida de sus búsquedas. 

   Es un gran mar, te quedas absorto; aquí, ves coches que han llegado a esta orilla; algunos lo celebran en grupo, bridando con las botellas de ron que siempre descansan sobre, en este caso, la hierba; otros, exploran el cuerpo de su pareja para celebrar el placer de reconocerse y conocer a la otra. 

  A lo lejos, en la otra orilla, gana la oscuridad. Encima, intuyes alguna luz. Quieta, sabes que vendrá, mientras, sus ojos, permanecen en ti. Tienes miedo de no saber manejar la driza, ni la vela que te ha asignado para compartir tantas cosas que vamos pasando a babor y estribor

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Siameses y mercader

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