Alguien, me dijeron su nombre, ha dejado un terreno al Rincón Lento para poner una huerta. Como la cabra tira al monte, no tardaron sino que ya habían empezado a programar todo lo que supondría aquel espacio.
Un grupo aguerrido le ha dado forma, siempre desde el respeto a la naturaleza y sus tiempos.
He empezado a bajar, y siempre voy fijándome para aprender. Todo es muy intenso y las ideas que había ido copiando, previas se van deshaciendo en azucarillos. Es Noviembre, en Cabanillas y los tomates siguen madurando y la huerta tiene ya preparado lo que soportar bajas temperaturas pero como los anteriores, te quedas maravillado de productos que en el pueblo ya haces tiempo habías desechado, aquí los tienes, casi, como en una exhibición obscena de poder.
Hoy he bajado; estas lluvias, que no terminan de abnegar un espacio con tanta sed, las recibe como unos masajes de alguien que los ha estudiado, pero no es el fisioterapeuta que incide con una mayor precisión.
Lo que si es bello, es el lugar. Muy poco elevado sobre la Vega del Henares y enfrente subiendo unos doscientos metros de altitud, la continuación de esa Meseta.
Aparcas el coche y te pones al Doctor John que allí te llevó con tu espíritu titiritero a tocar la pandereta mientras recorrías diferentes fanfarrias.
Has preparado todo, y sabes que pronto cambiarás tu elección. Cuando has recogido lo que te han pedido más lo que has creído te podía servir, todo lo dejas al lado del coche.
Entonces abres la puerta; te vuelves a fijar en una caja que estaba tirada un poco en medio de la ruta y descubres que está protegiendo dos setas; coger el nuevo maletín y con una cierta paciencia que tanto te ha costado aprender coges una pieza, luego otras y a las dos las impregnas de vaselina por el lugar conveniente y te dispones a insertarlas, en la pieza grande. Aflojas unas llaves que ya vas viendo necesario que no olvides ni en el momento de inicio, ni luego al estar ensamblarlos.
Miras, respiras hondo. A un lado, el Sol que ya se acuesta, con sus acuarelas para ofrecértelas de nuevo mañana. En la parte de atrás del coche, te apoyarás luego para ver el paisaje de antes, pero es tan bella esa vega que te deja ver el Pico del Águila, la Peña Hueva y los otros salientes, que alguna vez, cuando correr era una posibilidad sin estar anclado al suelo que ya te recuerda tus limitaciones, pensabas que recorrerías.
Ahora toca, despedir al Sol. El saxofón ya está montado. Hoy, menuda vergüenza los dos días anteriores, lo tocarás sin estar rodeado de casas y personas. Al menos esos esperas. Es el tercer día tu sólo; por delante, casi una hora, al menos. Piensas en la lengua, en los dientes, en el aire, por donde tomarlo, por donde soltarlo. El éxito viene y va; crees que consigues sonidos que no sean el de una vuvuzela y activas alguna tecla por si encontrarás una semejanza. Pero no, un infinito existe en la nueva música que has puesto. Lo has hecho por apaciguar si al final una animal viniera o algún trabajador sintiera que existen cosas peores en el mundo.
Cuando te giras, en tus descansos, por encontrar el aire o el lugar correcto donde clavar los dientes, que tanto te cuesta mantener aferrado a la boquilla, decides que el Sol se fue. Pero mirar a la "Hueva", es sentir las risas que te hubieran abrazado al contarle la anécdota, que el mismo propiciaba
Bajas por la antigua carretera del Sotillo, apenas transcurren coches. Cuando te falta 300 metros para pasar al otro lado del puente y tomar ya el camino que te lleva a las pistas de atletismo, ves que un coche se acerca; piensas que es uno de autoescuela; más cerca, parece otro, de la guardia civil; cuando ya se acera y reduce la velocidad, hasta ponerse a mi altura, veo que es un coche de la policía municipal, tiene bajada la ventanilla, no le doy tiempo
¡Qué! ¿Qué voy demasiado rápido?
El joven que me iba a hablar se queda mudo. La conductora ríe. Un hombre anda desorientado. Parece ser que no soy yo.
Me quedo sólo, no puedo dominar la risa. Enseguida recuerdo tantas y tantas bromas con mi velocidad de ahora.
Es el cuarto día, parece ser que el aire va encontrar el lugar correcto, pero se necesita muchos descansos y harán faltan los bocaditos que nos permiten comer un bosque.
En el corazón, mientras todos esos intentos caminan entre el fracaso y la esperanza, queda el agradecimiento por tanta bondad y tanta ironía.
Un abrazo físico ayudaría, pero te vas acostumbrando a recordar el tiempo vivido, compartido
La noche te envuelve; celebrar la vida en cada nota, aunque ahora toque recoger
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