viernes, octubre 30, 2020

El apretón

 Han sido quizás tres o cuatro horas, de charlas diferentes, hasta ahora improductivas. Como la niña de "Panza de burro", mis irremediables apretones han culminado en una madrugada que promete acaparar el resto de la noche.

Al lado, el libro; las manos temerosas, que por ellas penetre un frio que dañe el tiempo siguiente. Las letras, hoy, entran, gozosas. Los ojos abiertos, la mente divertida, como horas antes, la iglesia aznariana, con su nueva diosa, Cristina Gallego, había roto, cualquier atisbo de pesadez que anida en el medio de la noche. 

Seguir historias de un barrio cualquier en una ciudad desconocida y con gente tan diferentes como iguales en sus filias, fobias y desconocimientos. Allí está ella con su inseparable Isora, como Giovanna estará unida con Ángela e Ida. Adolescentes oteando los nuevos puertos, con sus recetas de miedos, descubrimientos, filias y fobías en las que la realidad las va haciendo elegir por aciertos y errores.

En medio de estos seres que se integran en mi, aparece la lucha real contra el que en medio de grandes corporaciones medra para sacar su propia tajada. 

Un teléfono de segunda residencia convertido en un agujero negro. Llamada para aclarar el precio, para borrarte para surfear sobre la tabla de otras respuestas improductivas, para que te atiendan y te dejen abandonado en un silencio hondo, pero sin los peces que tocan tambores con sus giros, deslizamientos, colores. El silencio, es sentirte nada. Otra llamada, te queremos cliente pero espera, o coge esto, pero al día siguiente no era, lo que fue y se grabó y un tiempo, y sus números que no son los que se prometieron, pero son magos, que ponen teclas como cretinos ponen cables por donde pasan ciclistas para que al final ellos parezcan culpables por circular. Teclas a aplicaciones para celebrar su prepotencia. Jueces que aman a los bancos, a los que no obligan a pagar sus saqueos, sus beneficios desmesurados anclados en cielos con paraísos fiscales; sólo les obligan, pobres, a recibir compensación por una mala inversión. Oh, que les obligó el Estado. Porque siempre ganarían. Ellos y sus mercenarios, que van de ágape en ágape, de palacio en lámparas de mil cristales. Exhibiendo su impudicia, alargando su cuello que no le cabe en camisas de seda, en cara de cemento, por mucho colorete que se haya imprimido

 

 

 

 


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