En un viaje de Bru Rovira por Burela, entrevista a jóvenes cuyas familias provienen de Cabo Verde. Chicos, chicas que ya se sienten gallegos, como en su tiempo sus padres y madres se sintieron caboverdianos y luego migrantes que se adaptaron, aunque con borrascas que prometían desgajarles de sus incipiantes lazos a otras tierras en un mundo que se había hecho global, en el trasiego de materiales y pugnaban por no hacerlo con las personas que habían sido aplastadas por las consecuencias de ellas.
En el colegio donde fueron, hubo alguien que un día les dio apoyo para que aprendieran desde lo que percibían entre las salsas de los platos que les preparaban. Aprender un idioma, aprender asignaturas, convirtiéndolas en parte de sus vidas. Es el fin último, que algo significativo acaricie mis desconocimientos para que compartamos mundos.
La música que siempre me ha transportado, casi nunca ha tenido el sentido de sus palabras, sino el de estar viviendo entre las notas de sus melodias con los que me lanzan a las realidades.
Ayer, David Bowie aparecía como parte de una historia músical con la que me estuve explorando en una serie francesa que me volvió a poner insomne por varios periodos.
Cuando Bru terminaba hoy, su ensoñador reportaje, también me ha montado sobre las significativas notas que definían las raices de los que fueron transplantados y arraigaron, pero que siempre siguen siendo zarandeados por los vientos con los que soplan los odios.
Ritmo ignótico para desamarrar cabos, levar anclas y poner vida a los textos elaborados desde la saudade de un pueblo colonizado por Portugal.
Aquí, en un patio, empieza a nacer un barco y en el día a día se buscan rumbos con los que enriquecer una creación que lleva esperando vencer los miedos al fracaso.
Un día, al que no cree en este viaje, le tienes que hacer capitán para que en los que quiere ser, nosotros seamos quienes le demos nuestro pequeño armazón.
Enseñanza para los encuentros y los descubrimientos
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