Andaba por tierra, durante años, aunque las montañas no me atraían a la primera, luego despertaban en mí, la admiración por su majestuosidad. También, navegaba aguas, aunque en sus diferentes, muchos, momentos de zozobra su poderío me hacía temeroso, pero siempre fue admirador de toda la grandeza y paz que me ofrecía.
Por el aire, sin estar pegado a tierra, no hice muchas exploraciones aunque mi hermana me puso en la tesitura de alarme para volar contemplando tantas diferentes cotidianidades, como pudieran ser, incluso una juventud capaz de pasar un fin de semana, en un descampado, cubiertas, no podríamos decir que mínimamente, con bebidas, aporreo musical y vamos a interpretar que demás ofertas recogidas en diferentes grados.
Por todos aquellos lares cabalgué con mi cordura, entonces la música era una parte más del acompañamiento, pues pareciera que la vida la estaba trazando con los ritmos de las paladas, con las sintonías del viento, con la voz de los encuentros, en los que nunca profundice quizás, sin darme cuenta absorbido por un cierto placer de la vida que me saciaba.
Sin embargo, aquella noche, mientras empezaba la travesía de aquella tundra, sin más luz que la limpieza de la atmósfera pura que usaba las estrellas como pequeños leds, mínimos, trascendidos porque el escenario se abría, aún gélido pero listo para disfrutar de ese intervalo de tiempo con un cierto calor.
Pudo pasar que tropezará con ella, o que un cierto brillo la pusiera en mi foco de atención, el caso es que me agache y tome la escama.
Hubiera faltado a la verdad si hubiera dicho que la cogí, porque en aquel instante, aunque quizás se adelantará ella, pero fue, tomarla y empezar a encontrar ritmos en aquella bacanal de silencio.
Me había propuesto caminar durante todo un mes para explorar su vegetación, su fauna, desperezada, peligrosa. Había cogido lo mínimo, lo que consideraba esencial y si, al tomar aquel pequeño apéndice me di cuenta que poco a poco irían apareciendo mis yos, incompletos porque nunca habían sido expuestos a la desnudez de aflorar vidas que se habían quedado incompletas, palabras que exhalarían cada una de las sensaciones de la vida con la que podías hacer un relato, no muy largo, pero sí muy revelador.
Cuando aún no había percibido que era aquello, mi curiosidad me la hizo paladear, con una cierta precaución y sabiendo ya que aunque por una parte afilada, sin embargo no era cortante.
No sé si a mi valentía, le acompañaba en ese momento también una cierta aversión a ciertos animales que de forma irracional había desarrollado durante mis primeros años, para entender mi primer gesto de frotarla sobre mi incipiente barba. Ahí surgió la primera memoria de aquel cantante que, en francés, me lanzaba mi adquirida nueva “mala reputación”. Quise explicar muchas cosas, pero recogí las palabras de Juan Luis Goenaga: las palabras no le servían frente a su trabajo pictórico; allí, en aquel espacio de musgo y baja vegetación, me avine a descubrirme a través de las conversaciones que volcará desde mi cuerpo.
Lo vivido, lo entregado durante años me decía que no sería fácil, ni tan siquiera por tanto, provechoso. En aquella escama, había encontrado una palanca, ¿suficiente?; antes, creía que no; hoy, con los sueños, buscaba desbrozar terrores.
Había comprendido que perdería mucha riqueza en variados apartados, en cierta manera, por su falta de interrelación con muchos que se le acercaban, pero que siempre había pertenecido a esa soledad, que ahora, en muchos momentos, habían dibujado parte de su vida. La oscuridad elegida te enfrenta muchas veces a las miradas desenfocadas de quienes se creen jueces, con sus queridas únicas fuentes de información.
Ese mes, no tenías tiempo para audiencias, que ellas dictarán sus ejecuciones. La tundra, hoy con esa pequeña escama, acariciada por su suavidad y su calidez, se ofrecía a ser explorada en las hierbas aún vibrantes por el frío estremecedor que aún les recordaba el tiempo para la soledad; ahora era renacer
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