No sé cómo, pero cuando había visto alejarse al corzo, en toda su grandeza porque era superior a la media, me reacción había sido la misma que siempre, saldría enseguida en la dirección contraria y para nada, repararía en mi necesidad de contarle una pasada experiencia; por ello, me ha extrañado. que 10 segundos después me haya visto viajando encima de sus lomos, en una invitación que no dejaba lugar a dudas y con una afectividad exterior, mínima. Cabile rápido, casí de una manera cuántica; yo, de potencia, la justa pero bueno es como si hubiera manejado una motivación nueva.
Una vez en comunión, como unos modernos pegasos o Saab, para la mitología escandinava, me ha avusado acerca de alguna rama que me pudiera tirar. Verte a ir arriba, y no puedes evitar de sentirte como muy crecido por mi nuevo método de transporte pero claro, quería que durara ese efecto y me he sometido a sus consideraciones, he escondido la cabeza tras la suya. Como ahora escondo la boca, detrás de un bozal que me ha sujetado en varios momentos para dar inoportunos bocados a quienes me importunaban con una bicicleta a la que le habían quitado una rueda, pensando que mis pasadas habilidades, podían sobrevivir a los años y a las vacaciones que debían empezar por breve tiempo y pronto, para siempre, ¿o no?
¿Dónde podríamos llegar?, si ahora, todo había cambiado. ¿Más lejos porque ahora todo era más ágil, más saltarín?, ¿más profundo porque él sabía los caminos que me estaban vedados?, ¿más suave porque en su mirada, inquisitiva, paralizada por calma, podía entrever, que valoraba el grado de proximidad a su debilidad o por la vestimenta camuflada, o por pasos continuos, que proclamarían las incertidumbres, ajenas a toda precisión.
Allí andábamos los dos, dudando de nuestra alianza, que fuera fructífera, que consiguiéramos cambiar el mensaje que con el tiempo me había atrapado en un bucle con el cual no sé si podía encontrarme con los diferentes con los que en el proceso de enseñanza debes coincidir.
En sus lomos, me sentía frágil, próximo a cualquier desgraciado accidente, estábamos los dos sometidos a nuestra sobreexposición. No sabíamos cómo, pero la ciudadana cierva era más difícil de ver, más selectiva. Su porte era majestuoso, sus pasos precisos, buscando las sendas ya trazadas para conseguir una seguridad de la que carecía esa corza saltarina, que detrás de cada arbusto podía encontrar una poza sobre la que romper su pezuña; sus piernas, gráciles, bellas, de un cristal duro, pero al fin y al cabo, quebradizo. Aún en su dureza máxima, la permitían alejarse en las más duras condiciones, pero la sometían porque esa exhibición de poderío físico inmediato, ante un enemigo preparado para aguantar esos primeros instantes, la descubrían en el talón de Aquiles de un cansancio extremo que la dejaba a merced de quien lo hubiera podido aguantar.
Entonces, en
la charca donde paraba para encontrar agua a su sed, pero también, pulso a su corazón, aire a sus pulmones, se exponía al ávido cazador que ya había
tomado nota de sus costumbres.
Cuando ahí llegaba, la cierva, más lenta, menos cansada, más dispuesta a una reacción rápida. Este cérvido, con la inyección extra de un corazón más grande y de una ayuda exógena mayor, daba menos muestra de caer en el ataque que nuestros cuerpos pesados conocían, sufrirían.
Actuaba la concertada, como el ciervo que camina seguro porque sabe que siempre va a recibir una dinero extra de la Administración. Proclama la libertad, pero la usa para diferenciarse de quienes tienen que saltar obstáculos, pisar quebradizas piedras, desembarazarse de plantas de las buscan succionar ante los últimos de los recursos que ellos necesitarían para poder tener unas condiciones que nos les anclen en aguas residuales, que les retengan por sus barrigas dañadas de ausencias
Amaba a la cierva, por su belleza, prestancia pero, tenía tanto miedo de su maldita arrogancia a la cual servían tantos mercenarios
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