martes, julio 21, 2020

Del arrabal

Él está integrado en la paisaje de ese parque minimalista. Han obviado la necesidad del ser humano, de sentirse como tal, en medio de una vivienda que apenas es habitable, desde nuestros cánones;  pero allí, tiene el pulso de las vidas cruzadas que navegan por habitaciones compartidas, por fuegos, calmadas en aguas, para diferentes frutos que la hace un carrusel de emociones.

Diseñaron sus calles, en giros condenatorios se convirtieran en jaulas donde los subvencionados coches camparán soberbios y cualquier otra forma de movimiento fuera una asumida conciencia de una batalla pérdida para la dignidad, presa para la supervivencia. 

Pareciera que quien lo diseño tuviera un espíritu carcelero hacía sus conciudadanos. Todos bajo sospecha y al menor movimiento de agrupamiento, con poco, el aparato represivo tenía acordonadas aquellas colmenas. No se daban cuenta que llena de reinas

En esas razones, ellas, cuando querían sentirse vivas festejando su existencia  con todas las personas de barrio, se auto bloqueaban y el fuego de su vida en sueños agitaban sus cuerpos y aquel barrio se convertía en los platós de un festival carnavalesco.

Si su niño había bajado al puerto para sentir el cruel metal que le enfrentaba al dilema de ser frio para no poderle escalar y ser su embrujada alfombra para  su sueño de un viaje “a las californias” de naranjos en flor de Tom Joab.

Ella, allí, desde sus ventanas de trazos expresionistas, con su cuerpo, que se despojaba de los golpes recibidos en los asentamientos infrahumanos desde donde iba a recoger la fruta de temporada, llamaba a jugar con los ritmos de los timbales, de las flautas que florecían desde las diferentes ventanas. Las carreteras cedidas a los desvencijados coches que les rallaban la mente, a cada momento con los límites de donde no debieran salir, se iluminaban, porque las carrocerías aparcadas, serían el apoyo para la luminosidad de sus trajes, agitados en cocteleras de vida para enfatizar su hechizo que deshiciera, uno a uno los nudos con los que sus necesidades las iban atrapando.

Desde delante de sus portales, desvencijados porque pesa más la atención que deben prestar a cada instante de hambre de sus niñas, en equilibrio con la supervivencia, crecía el primer escenario transmutándose de un gris en su arco iris; de un eterno zumbido a una bacanal de sonidos que quitan cadenas.

Todo se conjunta, en zapateos, giros, saltos, manos entrelazadas, cuerpos sudorosos secando el sudor del otro. Miradas clavadas que invitan a otras fiestas para más adelante, pero que ahora transportan sus cuerpos al escenario común de la pequeña concesión que les dieron quienes les quieren animalizados, Se agranda el parque porque sobre los bancos, se encuentran; sobre las ventanas abiertas, se acoge; sobre las aceras, se pinta; se celebran los tres únicos árboles porque les visten con sus hojas mutadas del otoño.

Creyeron que les encerraban y con sus corazones danzantes brotan a borbotones flujos de encuentros, de saberse personas reconocidas por sus vecinos, por los paseantes. Por un instante, de horas, pero sólo eso, sentirán que en su vida, nacen miles de posibilidades.

Quizás por ello, el niño pensativo, pesaroso que remonta de su encuentro con el inhumano animal de metal, cuando penetra en la fiesta callejera que le ha preparado su madre, para que se sienta parte de esa sociedad que le parece ajena, atisba en esta su atalaya de carencias, que en la otra orilla pueda encontrar la llave para que todos estos seres tan de luz, tan llenos de posibilidades, puedan desgajarse de sus troncos tramados en despertares sin luz, tejidos en encuentros de hechos bañados en los anodinos pasos por los que se arrastran pesares con los grilletes que aceptamos aquí y allí.

Les mira, las casas ofrecen las luces de los ojos de la esperanza que les lanzan los mayores, las aceras, son cunas, por donde se miran asombradas las mentes que sólo conocían pechos para almuerzos y manos para caricias. En la carretera, sin líneas de cárcel, sin asfaltos que vomitan fuego, la madre asalta el mundo con su contagiosa sonrisa que cimbrea con el cuerpo sugerente a nuevas libertades, a las que abrir, liberados de aquellos domesticadores de encuentros.

Ya no resiste; durante años, le parecieran, miles, se agazapo en la quietud que le daba transparencia e invisibilidad para no ser objeto de análisis. Ahora, les devuelve la pelota a ellos mismos. ¡Qué se juzguen ellos! Ya marcha al encuentro de la madre, pero antes se une al baile del grupo de sus compañeras de clase, con su vecina, descubre el atávico baile de invocación a infinitos, y por fin, al llegar a su madre, de ojos esmeraldas, de volcanes encendidos, la abraza porque encuentra en su regazo paz y protección que tardará en percibir cuando el inevitable viaje comience.


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