Encontré la manera de pasar de incógnito entre aquellos seres con los que tanto había compartido. Decidí ser quien soy y pasar entre ellos como invisible.
No era ni mejor ni peor, ni más amable, ni menos irascible.
Soy un león, si de melena en testa y claro, como pueden leer, aprendí a escribir mientras estuve preso en el zoológico de Buenos Aires; allí me raparon y me hicieron parecer un simple bicho, al que no se tenía que temer en ninguno de los casos.
El peluquero guardó mi melena e incluso la dio un esplendor que no tenía antes; me prometió que no la vendería a pesar de la pobreza que nos producen de forma periódica quienes nos desgobiernan y a él le estaba golpeando en aquel momento.
También, no lo neguemos, las múltiples máquinas que rapan hasta con saña podríamos observar.
Uno de estos seres, embusteros, cuando le dicen que tiene múltiples propiedades, alguna en la que cabría toda nuestra pobreza, se postulaba para ser el adalid a la hora de prestarnos cuidados.
Por favor, como león no me pongan de ejemplo; yo soy fiero para comer, pero no para acumular una inmensa despensa. Cuando quedo satisfecho, me pueden ver y hacer fotos, acercarse a unos cuantos metros, sin que me produzcan una apatía que casi parece sueño; además la carne de ustedes ya la comí, para más señas de uno de esos cazadores a los que les gusta hacerse selfies cuando asesinan a alguno de los nuestros, de una forma pueril, cobarde y criminal. No estaba bien, para mí gusto, demasiada grasa. Luego el colesterol me mata y con los antílopes lo paso mal, bastante peor los días siguientes, si encima se me escapa.
Eso sí, como en esos momentos me ven, más bien pánfilo, algunos me quieren dar una colleja por haber prescindido de la melena; pues va a ser que no. Me giro con violencia y le doy un zarpazo que le abren varios surcos y un manantial. Este a duras penas los cierran; lo otro, los surcos como para cuidar tomates.
A mí lo de cortarme la melena, vale si me da mi identidad y me ha permitido correr más rápido pero ¡joder!, que no puedo decir otra cosa, eso Leticia no me lo perdona.
Cuando nos ponemos melosos, por alguno atardecer que tanto fotografían las turistas y la brisa trae la sensualidad de sábana.
Ella me cogía el pelo y me decía: ¡Vamos melenas, ponme para Valfermoso!
Yo no sabía que era eso, pero la entendía a la perfección.
Ahora se me acerca igual, con una sensualidad que me pone berraco; pero no me puede coger la melena, suelta una imprecación y me dice: Paco, no puedo chico, no puedo. Y se me cierran todas las posibilidades.
Y el peluquero que se ha ido a dar la vuelta al mundo.
Mira que me decía: ¡chico, la melena es muchas melena!
Yo y mi afán de experimentar.
¡Leticia!, la hago una última suplica
Estoy en una de esas épocas de sexualidad, exuberante o como se diga
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