A la derecha un faro, con su potente luz atraviesa los rayos que pugnan por integrarse entre los bailes de un grupo de jóvenes.
El silencio, entre las sonrisas de los bailarines, parece querer escuchar las olas desatadas que golpean los acantilados que como en un desafío, devuelve piedras.
Salen sonrisas estruendosas, nerviosas como la última ola que remonta una altura de diez metros.
Extasiados, paran los pasos acompasados de los chicos que pugnaban por seguir los diestros pies de las danzantes.
Están absortas, han mirado la pantalla, que habían formados las aguas, ansiosos por conocer historias, cuando este espacio se ha diluido, detrás ha aparecido un barco, con una solitaria navegante.
Desde aquel balcón todas piensan en su destreza; tiene que ser muy hábil para haber empezado una travesía, aunque la magnitud de las olas que han llegado, no las esperaba. Necesita que el barco mantenga el rumbo; para poder salir de este caos de olas que parecen venir, hasta de las profundidades.
Los danzantes se percatan de la dificultad de controlar aquel bajel, tan próximo a tierra, tan cercano a los pedregosos acantilados, tan a merced de veleidades de las ondas que nacen, cuando las profundidades amenazan con destrozar la quilla
El grupo decide formar un gran círculo, como símbolo de unidad y retoman la danza, por momentos más frenética, en otros instantes, parejas recorren el espacio como transportan esa esfera al extremo del acantilado.
Nada temen, si hubieran oído hablar del sueño de Itaca, el suyo lo siguen cuando se lanzan al vacío de enfrentarse con algo nuevo.
Instantes después se han posado, todo el grupo, sobre la cubierta del bajel. Unos tienen habilidades con las drizas, otros, se desplazan por entre cubiertas y velas como flotando; algun grupo forman una torre y desde allí, aúpan a la intrépida capitana para que desde más altura, o sintiendo el corazón palpitante de quienes le dan apoyo, pueda observar mejor los mares por recorrer y las playas a las que llegar.
A una de ellas, llegan y varado el bajel, exhaustos los nuevos navegantes y la capitana, permanecerán quietos, silentes, hasta que, poco a poco, tomen conciencia de la necesidad de un nuevo viaje y tendrán impregnadas en sus entrañas, la fuerza que les dio el sentirse parte gente con los que se va encontrando en cada momento.
Entre los infinitos granos de arena que masajeaban los plantas de los pies e importunaban los dedos que se sentían separarse, el saxo de Stan Getz nos traía la chica de Ipanema y retoman los pasos de una bossanova en la que cada uno se envuelve dejando flotar la mente para aligerar la pesadez de los cuerpos buscando futuros.
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