Seduce el recuento de los votos que se entregaron desde el conocimiento. Las ninfas y los geniecillos que acompañan a nuestro particular "antropólogo inocente", cobran vida sobre los castros en los que construyeron los momentos de su existencia bajo los designios de los primeros y últimos rayos de Sol que regaban aquel lugar.
No muy lejos, subiendo a través de una senda una madre huía con sus hijas, un pollino y tres gallinas hacía la agreste montaña que daba refugio por los bombardeos que se sucedían por las radios sobre los mensajes que eran importante para la sociedad.
Uno de los rayos enterado de alguna de esas vicisitudes decide ralentizar su llegada y el calor que produce por atravesar una atmósfera desprotegida. Ascensión considera la posibilidad de parar porque descubre que los otros rayos, estos hertzianos ya no tendrán embebidos a las aves que habían dejado de poner huevos, porque en un anuncio las habían incitado a no engordar y a darse baños de sol, en vez de dedicar un tiempo a una tarea que se había repetido por años. El burro, muy en lo suyo, consideraba que hablar de lo importante, era escuchar al mequetrefe, engolado, endiosado, soltar proclamas que, ¡vaya que casualidad! en su fábrica, sacaban como churros a un precio en el cual él se enriquecía y las naderías se deshacían entre la realidad.
Algunos de los integrantes del rayo, decían que tenían que retomar su velocidad y su sentido; Juan el conductor de aquel poderoso evento, decía que montaría a las niñas y las quitaría la venda de anuncios de sometimiento, también lo haría, de los finos velos con los que las van vistiendo entre anuncios y telenovelas que la madre se había negado a ver desde el principio.
Cuando subida en un pino, ella, Ascensión arengo para su descenso a aquel castro; de su sondios silbante, los que antes andaban entre aquellos pinos, para trazar miedos, enervantes, tenebroso, decidieron que seria al atardecer cuando llegarían al lago, donde el último rayo, sólo les delataría en un instante
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