No parece una canción si empiezo de esta forma; sólo decirte que ese desierto del que te hablé se han tragado un río, incluso de alta montaña, sea el Ourika, sea otro.
Caían las aguas de las alturas del Atlas, horadaban piedras, socava rocas gigantescas, se desplomaban por saltos sin fin. La lluvia era bella e iba llenando aún más el cauces de tan exuberante río.
Circulaba como en vespas maqueadas que trazaba curvas por las corrientes, ahora que la nieve se deshelaba. Podía con árboles, como Héctor con un seiscientos, los dos de forma inoportuna se habían cruzado en su camino. Construía espacios para la convivencia, destruía mi mito, entre bromas y exageraciones, las mías. Sonaba las estruendosas aguas que martilleaban los oídos del corredor que sonreía al reconocer el ritmo que le marcaba una playa de sonrisas en la que descansar. Ladraban las cuerdas que aceleraba a Pistón para que en caso de peligro fueran arrojadas a la corriente que nos alejaban
De repente, aquellas aguas, de eternos hielos, hija, desaparecía. Es tan de repente que al piragüista le resulta injusto, las tierras se tragaban las aguas. Y sólo queda el cruel estallido por donde desaparecen. Después un silencio aterrador y el fin.
No de las aguas, ellas siguen por dentro desgastando piedras, rocas, hierro. Durante siglos construyeron cavidades que esconden una belleza extrema; por todos nuestras tuberías de la memoria, cubiertas de un halo de tristeza, sin embargo nos yacía de la vida con el limo que se posó en lo vivido.
Describir al niño, si no entiende nada, de los regueros que fueron llenando un cauce que venas y arterias que portan la sangre y el alimento para agradecer que tantas pequeños instantes sean luces que calientan el interior de nuestros actos.
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