Nos habíamos situado en el patio. Creíamos en lo que hacíamos, pero el abismo nos iba a tapar.
Votaron a un petimetre al que le habían dado un aura de grandeza quienes escribían al dictado, siempre del mejor postor. Bien sabían lo que era, pero su perversidad le hacia tirar para adelante, valorando que necesitan alguien que no tenga complejos y que está vida la pase sobre lujos edificados en manantiales de venenos que es su alimento.
Existen salvajes que se van apagando porque no riegan sus aduladores. Este había dado tantas oportunidades al dinero y a todas formas de corrupción que se lo devolvían en forma de ponerles trono de gurú, desde donde pontificaba con su voz de odio y su lustre de espanto. Algunos de sus benefactores, le temían, sabía que jugaba con barajas marcadas y que cualquier rebelión les podría, poner en el punto de mira de abducidos, deslumbrados por la luz de las bajezas y con mirillas enfocadas a alguna que no había sido lo sumisa que le requería; había demostrado tan pocos escrúpulos que, ahora si, se había convertido en un mito, el de la maldad.
Pese a su presuntuosidad, su cinismo, su canallismo, era insignificante si a cambio había un grupo de personas que prescindía de toda la basura con la que alimentaba a quienes no querían comprender que la grandeza se debía pagar, como ellos sus hipotecas. Estos admiradores, arrodillados pagan cada mes su propia decisión. Este había ofrecido un edificio de lujo a sus amigos, a sus secuaces, y al contrario que sus seguidores, habían conseguido que incluso ellos, atontados por la grandeza y todos los demás que dependían de un sueldo, de unas ganancias controladas, pagarán aquellas facturas de una España grande, sin cimientos, pero que pagaban crédulos y otros villanos.
Alguien lo dibujo como dios, él se lo creyó porque al otro, al que decían seguir las diferentes religiones, lo había puesto a su pies, en modo de lavarles los pies que era su contacto con el sulfuro. No creía en otra vida, porque en esta se había colocado para vivirla entre traiciones y lujos. Si estos eran grandes, las primeras eran superiores. No había nadie a los que no hubiera mentido; algunas mañanas se miraba en el espejo y este parecía devolverle alguna cara conocida a la que había arrastrado a la podredumbre a cambio de pisar él encima para salir inmaculado de tanta bazofia. Otras, caminaba creyendo ser perseguido por alguien; era una sombra, pero en ese instante un niño se hacía carne y parecía que levantaba las manos para pedir explicaciones por su muerte.
Esas imágenes eran instantes, el odio que tenía en la sangre, bombeada por neuronas criminales, actuaba, como lo hacía la mafia con sus enemigos, los sumergía hasta hacerlos desaparecer, sin que quedara un atisbo de arrepentimiento. Mientras golpeaba una pelota, como el criminal tira a la cabeza de un colono, para aplastar su ser humano.
Dos almas gemelas, pero una sigue las estrellas que el otro le dibuja en el papel que cree ser un cielo y un lugar de renacimiento y al romperles esa frágil hoja, se descubren como seres despiadados, unos y otro.
La pregunta era quien rompía esas ensoñaciones. Hubo una época que eran gente individualizadas. De repente, aparecieron individuos que eran capaces de escucharse y unirse. Dieron miedo a nuestro protagonista; no le daban ningun crédito y si le ponían ante una realidad a la que debían salir, en medio del recorrido por sus palacios. Alguno le preguntaba si conocía a periodistas, "de la amada patria" que, sin embargo había repudiado ante las caricias en la nuca de otros países, con instintos también criminales. Otras veces, veía que estos seres de luz lograban construir una sociedad más humana, sin traiciones. Le crujían sus dientes apretados de la rabia, ver que se podía ser feliz, sólo sintiendo que una sonrisa y una ironía podía destruir la mansión de su necedad
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