Las mesas andaban preparadas. Yo había decidido ser un pequeño dios.
Nací en una familia a parte de desestructurada, pobre. El barrio lo habían ido haciendo a base de miserias. Cuando era pequeño, aquello era el lugar más bello del mundo. El grupo era un engranaje que movía todo lo que aparecía a nuestro alrededor. Nuestras familias eran los conductores pero nosotros nos creíamos sus ruedas y por ellas, nos trasladamos a lugares donde había parques. Ya, entonces, empezaron a picharnos y, poco a poco, dejamos de merodear por aquellos lugares ajenos y nos encerramos en nuestros juegos de acera, de rincones. Al principio, no nos ahogábamos porque nuestros compañeros de fatiga eran como las botellas de oxígenos que nos lo insuflábamos en risas, apuestas por los cromos, por las bolas, por los goles que recibíamos de portero o parábamos; también era parte de nuestra fuerza, la que encontrábamos para resolver alguna rencilla con golpes, con insultos. A grupos ajenos, les desafiábamos con piedras, que visto en la distancia parecían teledirigidas, en nuestro caso, para no perder ojos o algún diente que osaba enfrentarse a su dureza.
Cuando empezamos a ir al instituto, aquellas fronteras fueron derruidas como por el toque de una corneta que las deshiciera como a un azucarillo, cuando antes parecían piedras altas y eternas.
Fui por los diferentes institutos porque debía sacar a la luz, todo mi propio rencor interno por como se desarrollaba mi vida. Cuando estuve con aquella chica del último instituto, escondí mi procedencia e inventé una familia. Aquel profesor que parecía conocer a todas las familias de mis compañeros, no se podía imaginar quien podía ser mi padre, que había desaparecido en una larga noche de invierno, mientras tiritábamos porque parecía que el frío podía ser infinito.
Pronto descubrimos que se podía vivir en otro sitio, de peor manera; cuando un día, mi hermana pequeña, me comentó que nuestra madre también se iría, me acerqué a lo que había sido una piedra sobre la que me había sentado cuando todo era caos. En el silencio de una iglesia, oí, voces y cálculos.
La casa de la que debíamos irnos, para vivir separados, era de aquella institución. Hablaban despreocupados aquellos seres reunidos en un lugar que parecía oculto pero que tenía una respiradero que era un altavoz.
Construirían casas de alta calidad, para una exclusiva élite que siempre había despreciado nuestro barrio. Tirarían nuestro bloque y el parque lo llamarían con el nombre de uno de sus papas. La urbanización tendría nombre de santa y las ganancias se las repartirían los empresarios, constructores y los sacerdotes tendrían su recompensa terrenal a la vez que proclamarían la grandeza de un dios.
Salí, sabiendo quien era de mi mundo; no necesitaba diferentes lenguas, ni comunidades para hacer patrias diferentes; vivía dentro de una sociedad con fronteras; habían inventado dioses que se ajustaban a sus ganancias y cielos que caían "a plomo" sobre los que no tenían.
Hablaban de recibir las monedas que tu te merecías, pero era una gran mentira, no se cansaban de tomar parte de lo que tu producías y eras.
Como Clem, en aquel curso, con Chelo nos descubrimos como seres de un amor que parecía incansable.
Estudié con el sacrificio de mi hermana pequeña; ella, pudo hacerlo también, sacrificando su incipiente juventud y su fatigada cota de felicidad. Los dioses no tienen tuberías, sólo están en los instantes en los que nos vívimos
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