Oigo cantar a Meryl Streep, una de las canciones de la película "Mamma mía" y a mi lado, mi mujer me comenta que ha vuelto a tener una cita con aquel su primer amor.
Hubo una época que pensé que era saxofonista en la Orquesta de Viena; ensayaba una media de 5 horas diarias y luego me iba a cuidar las colmenas porque era un de los sonidos que más me ha atraído en la vida.
No siempre fueron fáciles esos momentos. Ella siempre mostraba la necesidad de revisitar aquel hombre que había llenado su imaginario, sus cuadernos y sus días enfebrecidos de amor. Todo eran construcciones sobre gusanillos que te recorrían el cuerpo, sobre lo que era un cuadro que te va tomando de la mano para que sientas el vértigo de desprenderte del suelo para vivir en un balcón desde el que te asomas para ver las imágenes para arrobadoras sobre las que quieras edificar toda su existencia. No me lo dice, a mi me duele, que siga buscando aquellas momentos, porque son como asomarse desde aquella torres que tenían los castillos que suelen ser donde viven las grandes ilusiones.
Cuando vuelve, hacemos el amor de una manera tan desaforada que me asusta. A veces, como en broma, en mitad de esos momentos, se incorpora y da una palmada, sólo una, ni fuerte, ni pequeña, pero si contundente. Alguna vez me hizo reir y me sacó de la atención que prestaba, en ese momento, a una parte de su cuerpo que me parecía muy erótica. Tras ese instante, que era eso, ni un segundo. Ella había destruido aquel lugar imaginario y nos entregábamos de tal manera, era una al otro, que cuando nos levantamos seguían existiendo los problemas que parecía que manaban constantes, como para desgastarnos.
A mí, durante tiempo, demasiado, también me costó comprender que esa entrega tan en común, entre nosotros tenía que estar adornada de los detalles cotidianos de visualizar sus necesidades.
Todo estuvo a punto de irse al garete más de una vez, por ese ensimismamiento. Me costó ver que en esa palmada de ella, yo, por tanto tiempo, en mí, tenía que realizar un zapateado.
Los dos, en el salón, descansando, a veces, improvisábamos lo que, desde fuera, sería un tablado flamenco; nuestra lucha por encontrarnos, tenía mucho de ahora estar en un escenario, donde habíamos participado, con nuestros egos, para deshacerlos en encuentros con el otro, en los actos más pequeños, más cotidianos, más lazadas para seguir pasos a otros caminos, con horizontes, siempre por hacer
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