Estamos acostumbrados a mirar lo que nos rodea. Sin darnos cuenta, lo percibimos en toda su gama de colores, de pálpitos. Según donde, incluso los olores y los sabores penetran por nuestras fosas nasales y se posa en el paladar. Todo provoca el pálpito en nuestra vida.
Un niño tiene todo el sentido de su vida rodeado del cariño y de la personalidad de su padre. Este es apartado de su abrazo al pequeño, por la mano libre de un soldado, que con la otra le apunta. El mayor comprende que seguir enlazando su corazón con la voz que le significó un sentido más a la vida, puede perjudicar al segundo. Se aleja.
El soldado es una masa humana sin voluntad. De forma mecánica ha recibido el mensaje de matar a quien le han dicho que es su enemigo. No mira, focaliza un objeto que tendría la capacidad de hacerle pensar. Elimina esa posibilidad. Matar es una opción. Asesinar al pequeño que fue, baleando a , ese objetivo. No, necesita que le pongan nombre, ni de héroe, ni tan siquiera de ser humano. Es cumplidor y cuando eligió esa forma de vida, aceptó, de alguna manera, que los objetivos se lo pusieran los otros.
Quienes son ellos no le importa mucho, puede ser que admire a ese presidente que con mano firme parece que quiere hacer lucir nuestra amada patria. No, no me pidas que fije un momento de esta. La patria no tiene seres humanos oprimidos, encarcelados, explotados; no tiene oligarcas que en su sitio, por generaciones o en otros, por estar próximos al poder han recibido las fuentes de riqueza.
La patria son industrias que pueden fabricar bombas, armas y cadenas; puede ver caer a la otra media población, pero la palabra se eleva y dispara, dispara con saña contra el cuerpo de una vida ida y contra la memoria de un niño paralizado, destruidos sus abrazos, sus besos o la mano que le lleva a ver un partido. La patria del soldado tiene más balas para proclamar y subir su bandera a golpe de gatillo. No piensa, admite que enfrente sólo existe un contenedor de odio, eso le dicen; o un posible enemigo. El miedo, lo niega, quizás le encierra en una imagen. Fue niño, pero ese que se va a abrazar a un cuerpo inerte, como no amando la vida, ese niño, ya no es él. Arendt narró la banalización del mal. Él sólo sabe que ha cumplido órdenes, que será protegido por quienes se la dieron.
Cuando llegue al final, de la acción se reagruparán. Si es de Estados Unidos, no tendrá problemas, José Couso murió; en el tanque iban tres soldados de la patria, de la causa; el disparo fue ejecutado sobre un objetivo; quien percutió, oyó, "fuego". La mirada del chico de Ruanda, entraña horror, su voz suave, ligera alberga infiernos. Allí, si encontraron algun culpable, este si que apuntó a algun soldado. No siempre existe lealtad, cuando se señala a uno mismo.
El niño de Ruanda, que vio ríos de cadaveres, que perdió el futuro porque se erigieron muros de carnes acumuladas para borrar los colores, trata de juntar las yemas con la del niño que se apoya en la columna; este, con sus ojos sin vista, percibe la paleta del corazón de Meera; allí, ella, paciente, con un pincel de pelos de ver a los otros, le va imprimiendo besos para que hagan masajes sobre sus sentimientos hieráticos.
No es para un día. Una lágrima sale del niño, quizás riegue su semilla para la vida que le concedió aquel padre, que habitará en la memoria para masajearle en los pasos que tendrá que dar como un homenaje a la vida recibida.
El soldado busca los colores, pero le han dado dianas en blanco y negro
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