Cogí muchos comics, infinidad de ellos en las librerías de Berlín para intentar aprender alemán. De repente me encontré con tal variedad de viñetas y temas que me quedé patidifuso. A los dos meses, habiendo ido a unas clases de ese idioma, durante el primero, me atrevía a ir a bares e intentar hablar en la lengua de Karo; incluso con ella, en un encuentro fugaz, intenté hablarla de tú a tú, sobre todo para darle el mayor respeto en el que ella siempre anidará en mi corazón.
En una viñeta, yo estoy sentado en mi mesa de Director, la cabeza la tengo hundida, alrededor de mí, un filósofo camina, cabeceando arriba durante una eternidad, o sumiéndose en las profundidades abisales durante un viaje a la península de "porque he llegado hasta aquí".
Me presenté a ese puesto y dejé mi estilográfica, ¿olvidada?, como mis pendrives; alguien me vio posarla, salir impertérrito y decidió cogerla y esperar a que me hubiera alejado unos buenos kilómetros, para proclamar que era mía, que no la había recogido de la mesa, sino que estaba flotando a unos 15cm y medio y que ya estaba, ella sola, escribiendo unas nuevas perspectivas para la historia de nuestro instituto.
Eran tres mil metros de diferencia, pero con sus entusiasmo, me iban quitando minutos, a pasos agigantados, tuve que recordar mis tiempos de carreras para que no me arrollarán. Iba en volandas, mi instrumento, ese bolígrafo flotaba, cosas de las leyes de la física. El fanatismo, que me ha pillado, quita la gravedad a los pensamientos y estos se inoculan en el aire para que estos penetren por las fosas nasales de sus zombis.
Gente peligrosa esta, van a saco, les han prometido la eternidad y el verse en esas, les hace fieles a quienes les han chupado las neuronas para devolvérselas limpias de cualquier impureza, fuente de vida, como los ríos. Joe Sacco, en un nuevo libro cómic de mi imaginario, dibuja a un Poncio que pronuncia las “uves” como Tierno Galván, lo cual para mis centuriones y seguidores les resulta divertido porque me humanizan como si me adornara una melena ondulante y vibrante.
En mi mesa, si la de director, no me acostumbro a verla tan grande, salvo cuando utilice otra como nave espacial para ir a otras dimensiones. Tiempos inverosimiles donde esas fotografías te montan en una historia inventada de lo que no eres pero donde vas a salir impóluto, tiempos de nacimientos en belenes paralelos a los linajes.
John Cleese viene a ofrecerme un papel. Acude con un traje impecable y un maletin abultado. Cuando le miro a él, me espero que me va a hacer saltar a un vacío de mundos pretenciosos pero sin cimientos. Luego posando mi vista sobre el maletin, mis pensamientos se encierran en un anfiteatro romano. Él ha redactado miles de páginas para el manifiesto de su nuevo partido. Ha tomado fotografías de su enemigo más cruel; me dice que ellos en su proyecto pedagógico han puesto "un director para un instituto del siglo XXI, mientras que me ofrece la misma maquetación, las mismas páginas y capítulos con el título "Un director en un instituto del siglo XXI"; me parece oírle decir, gran canalla, cambiar "esa preposición"; al final, el bueno de John abre el maletin y me dice toma este traje de neopreno, te llevará a vivir por un encima de tus necesidades. Lo aparto, no quiero mirarlo ahora. Delante tengo el horario, no sé como cuadrarlo, porque un pingüino sólo puede desarrollar su tarea en unas frías. Claro, como podemos hacer flotar ese tiempo, en algo tan cuadrículado como los tiempos medidos que tenemos hoy en día.
Cleese, el doctor, me trae todo un muestrario de todos los clavos con los que me puedo crucificar por aquella mala decisión en el uso de la estilográfica. Algunos dolorosos, algunos enrevesados, nada que nos haga permanecer indiferentes a sus puntas.
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