Existe una corriente que
arroja con una virulencia desmedida contra piedras, fieles y porras a quienes
piensan que pueden llegar a puerto sin una brizna de viento.
Una noche estrellada
desprende una de sus desternillantes estrellas y baja por una de las rampas
iluminadas para colgarse sobre el farolillo de una pequeña tertulia. Debajo,
veinte personas reclaman una intervención que les pueda aclarar porque a una
danza que él ha certificado como un gran fracaso, la quieren poner determinada
música.
Pese a la desaparición
de una cámara imprescindible para analizar todas sus deficiencias, tiene la
información de algunos de los testigos que han contemplado ese divagar. No lo
ven claro. No sabrían decir si es por un cuerpo sin plasticidad que parece
desprenderse en cada uno de sus movimientos, entumecidos, de un clavo al que
llevará semanas amarrado para, al menos, tener la certeza de estar.
Otra explicación, salida de los
labios, a menudo, sellados, no se sabe si por alguna iracunda reacción
precedente o porque en los comederos de las infamias alguna se ha deslizado con
una cierta permanencia, que no exploración en la cual se pudiera corroborar, o
no, la infamia.
Nos aparcamos, plácidos,
delirantes, obtusos, a alguna seguridad de una música de orquesta que bañara
las imágenes que fuimos capaces de perpetrar en una playa de exabruptos
visuales, pues que puede ser sino, un agua transparente, color esmeralda, con
suelos aún rallados por alguno velero que creyó que llegar a las orillas puede
ser cuestión, sólo de pericia, pero no de inteligencia y con su timón y
orza bajados quiso posar a una sirena en tierra segura empujada por un viento
de popa que, cuando quiso evitarlo, desventándose, con mucho dolor para el
dueño de la embarcación, notó que la línea que seguiría ya sería, sólo la
recta, guiada por aquellos elementos del barco que le daban estabilidad en
aguas profundas, pero un gran golpe contra unas piedras, que sólo pueden ser
culpables. ¡joder!, todo arena, menos donde amerizamos.
La sirena, aún con
dificultades, volvió al agua. Ahí se las apañara la bestia con su arpa recién
adquirida; la que aporreaba buscando encontrar el principio que engarzara las
conexiones de cuerpo errante con las melodías del dios que con ellas, ya
transportaba a los comensales a un estadio de embriaguez por encontrar alguno
acomodo por tanto estrépito de los silencios que estaban llenos de ruidos y los
giros que se deshacían como helados, trazando manchas que no líneas.
Acudía un vecino,
dadivoso, casquivano y por momentos, mequetrefe, para obtener algún beneficio
de ese cruel ayuntamiento, entre los actos, por ejecutar en otros cuerpos
adiestrados, mas bellos, mas armoniosos, con un armónica de quien tenía el
universo en su cabeza. Lo único que supo hacer como introducción a esos
imposibles momentos, fue soltar un petardeo que al autor de la danza invisible
le pareció la mejor metáfora para esa copulación irreal que sus productores que
habían soñado, como si no supieran que por aquellos días, no muy lejos,
"ardía el Missisipi", pero un poco antes, otra combustión había
empezado por pequeños tugurios para que una mente inspirada nos abrumará por
haber estado rodando, durante años después, sin descanso, sin desmayo, pero con
inmensos matices que no poseía mi coreografía, que en boca de algún malévolo,
cuando vio lo insatisfecho que salía aquel, mi vecino crédulo por alguna de mis
ilusorias capacidades; de forma cruel sentenció "otro con el coitus
interruptus"
Con todos esos desatinos
que seguían sucediendo alrededor de aquella pequeña, por tantas cosas podríamos
decir, creación. Sucedió que un emprendedor, de esos que tienen mares de
colchones para su posible caída, se acercó con intenciones de cambiar las
percepciones en las que se estaba diluyendo la sociedad.
Me hizo repetir mi trabajo, explicándole las ausencias veraniegas de
algunos de las compañeras con las que colaboraba.
Verborreico, iba acotando por aquí, añadiendo por allí, pero, en general
afirmó que aquello era una ruptura con los cánones que tanto nos estaban
encerrando ahora.
Yo, crecido y creído por tanta alabanza y pensando que había sido capaz
de ver en mis intensidades, en mis equilibrados silencios, en las armonías de
mis piernas y brazos desplazándose como un violín, como por una sonata de Bach;
seguro que en las melodías que desde un tronco pletórico exhalaba variedades
tapizadas por los colores del otoño estaba todo lo necesario para prescindir de
una música ajena a todo lo que fluía desde mi interior.
No pude dar crédito a lo que me
propuso semejante majadero, si con dinero para haberme dado la inestabilidad en
la que me gustaba vivir, con saltos y hundimientos que creía eran mi fortaleza.
Con esa labia que les da, los dientes de oro y la lengua de platino, me ánimo a
que introdujera una música. Tendría un inmenso espacio lleno de mullidos
colchones que le amortiguara algún fracaso, pero donde cayó, con mi patada, no
llegaba la guarida de sus billetes groseros, sin un mínimo de cuajo artístico.
¡Hostia! Qué soy de la corriente
Dogma
¿Tan difícil es de entender?
Dogma, si Dogma.
¡Eh!, pero nada dogmático, no
vayamos a confundir
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