Ella entró como recién salida de su fiesta de puesta de largo. Un pelo largo liso, negro azabache, peinado por horas. Por detrás era una pista que recorrer; por delante podría, por si solo, ser un vestido amoldado a un cuerpo, tomado por una mirada que deshacía hielos de mi disimulada indiferencia.
El vestido había prescindido de los ornamentos que pudieran cegar algunas de los manantiales de aventura. Fluía nuestra sed como una piragua que se deslizaba por las corrientes pero busca las contracorrientes entre piedras, curvas porque quiere entretenerse en cada centímetro de un cielo prometido. Su mínima tela te invitaba a un infinito; salir desde ese espacio, al centro de cada centímetro de su piel y ahí ser hábil para con la pala de tus labios y manos enamoradas enfrentarte a las olas de hermosura que descendían en incansable presencia. ¡Que bellos son los instantes en los que mirando de frente al fuego, te quedas "a velocidad cero" decían, sin descender y Con ese ancla surcas las crestas rizadas de besos de agua que tanto, me dijo, que la gustaban.
Al flotar por la sala, temí el vértigo de arrojarme de sus mejillas a la boca que me engendró el paraíso con el que se impregnó el velo de mi paladar que retiene la perfección de un abismo en el reconozco la plenitud.
La miré, ¡como no haber mirado esa línea medida, pero eterna, de labios carnosos, incluso para destrozar un veganismo pagano!
En medio de la sala, dije, y callé al instante para asaltar con unos desorbitados toda la perfección de sus lóbulos interplanetarios. Recordaba como engullía los míos y siempre había querido que ella tuviera el mismo pasaje con semejantes vistas a los magmas en los que nos abrasamos.
Cuando por un instante perdí la referencia del izquierdo y nuestras miradas se cruzaron, supe que nuestro tiempo, permanecería como el Sol, cientos de años después, apacigua los túmulos visigodos de Sotoca
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