No muy lejos del antiguo aeropuerto de Tempelhof habita un pasajero por los mundos. Los ha ido descubriendo, a veces con aterrizajes forzosos; otros, entre turbulencia; siempre con la pericia de los pilotos y una cierta incertidumbre hacía lo que puede haber tras los muros, ahora para la salida.
No hace mucho tiempo, me maravilló recorrerlo, convertido ahora en un parque donde puedes encontrar los grupos más diversos y también, a deportistas con la habilidad para la danza como la famosa chica bailando con patines, con una plasticidad que te derrota la memoria de tus achaques.
En nuestro aeropuerto, tenemos una pista muy particular, aquí no llegan aviones, pero si personas. Como en nuestro espacio de hoy, parece que ahora la torre de control no funciona. Está apagada y parece que le importará poco, hacía donde pueden suceder los próximos acontecimientos.
Golpea, alrededor de nosotros, sentir que muchas vidas están sobrevolando un espacio, que trabajamos para que sea paralelo y en el cual no coincidamos con seres con los que en tiempos no muy lejanos compartimos emociones, comunes o diferentes pero que aceptábamos.
Nuestra antigua torre lanzaba luces, como un faro, para que el sastre utilizará los hilos que nos tejieron los abrigos cuando el frío de la pérdida de compañeros, nos uniera con los pespuntes de lo vivido. Algunas otras veces, nos entrelazaba en unas pantuflas de convivencia con sabor de hoguera en chimenea donde proyectaba los fuegos de los encuentros por nuestra amistad.
Todo ahora, en Tempelhof, y también en nuestra pista parece transcurrir sin la necesidad de ver lo que pasa en los cruces de pistas principales con las de rodadura; en las sendas que llevaban de una puerta a otra, cerrada por largo tiempo y que, sin embargo, en algun otro lugar, ella si tiene activado su faro.
Estos lugares no se alimentan de eléctricas, ni de saltimbanquis, ni tan siquiera de piedras prodigiosas. Su fuente son las relaciones humanas. En días como hoy, cuando te enteras de los abismos que tienen que superar esos seres de luz, para poder seguir siendo encuentros, con sus pasados, con sus futuros, te descubres nimio, aspirante a una vida que no te rompa, desde el corte con cualquier lazo que tuvieras anterior, pero que, al final, te va empequeñeciendo
En una de las pistas de despegue, ha tenido que permanecer quieta, silente, pero en una efervescencia interior de oleajes salvajes, una compi que vió, por ventanales de días de glaciares que todo ese frío quería penetrar en ella, para tomarla. La noche es una gran sombra y a las luces de los aparatos se diluyen como en un apagón universal.
Desde un cruce de esa vida en tránsito, de una pista de rodadura, una solitaria mano vuela para posarse sobre esa nuca dolorida que asiste al vínculo final, mortal entre un cuerpo dañado y el abandono de una mente extenuada. De ella, sale un calor a través del beso de la boca de la palma. Viví y os amé; te mezo con los dedos de los tuyos, míos, entrelazados para que asistas en esta pista, a tantos vuelos, como a puertos el navegante de Kavafis.
¡Qué los amaneceres tengan los sabores de los Tés, de los encuentros!
Asómate al balcón de los atardeceres para que sepas que las hogueras de los tuyos siguen mandándote mensajes.
A lo lejos, como ahogado, ¡cuántas estúpidas cosas apagan las agujas que tejen descubrimientos que relajan las lógrebas brisas del abandono!.
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