Llegando a la sombra esmirriada de un nogal, cuelgo mi sombrero sobre una rama naciente de un corte salvaje que hice sobre un manantial de nueces.
La única razón podría ser el sembrado de un terreno que prometía ser fértil por un agua que surfea unos metros más arriba, sedientas ubres que fueron gozosas en épocas no tan lejanas.
Aquí abajo, todo es distinto, incluso en verano, el agua pareciera tan poderosa como los triples saltos de Peleteiro o los pasos de obstáculos de Ortega. Le miro y le hago ver que la ausencia de vallas podría ser una invitación a corzos para después de utilizar el magnífico abrevadero, puedan echarse una cabezada, y ya de paso tomarse un pequeño y variado aperitivo.
Se queda dudando y observa a la mula. Desde luego no tiene pinta que esta vez pueda soltar una coz con el tino con le percutió a aquella pelota mía que entró por el balcón por donde apareció Macarena.
Había sonado un grito y de forma inmediata, la caida de lo que luego supe que es un jarrón, chino, pero no de esta época sino de la euforica de siglos anteriores.
Cuando apareció me quede balbuceando lo que podía ser una excusa. Ella estaba en esos momentos con un enfado moumental. Me dijo que el colarlo por aquel espacio tan pequeño y específico sólo podía ser consecuencia de una cabeza pérfida, por calculadora. Y me acusó, sin ningun lugar a dudas a mi de aquella situación ocurrida. Yo seguía intentando salir de aquel hechizo al que me había sometido su piel aceitunada, su pelo largo de un negro azabache caido sobre los contornos de unos hombros que los había invitado a a dormitar sobre unos pechos taza sobre la que posar los labios para saborear un amanecer de una noche encontrada; por sus ojos el sol había cincelados unos almendros por los que rugía la savía convulsionada por la perfección de unos faraónicos carrillos que convergían sobre una barbilla donde se había posado un záfiro sobre su hoyuelo.
Podría haber dicho que había sido una patada a seguir del animal que funcionaba desde fuera, pero no sé porque razón preferí asumir aquella acusación, como si sobre ese punto acusado de malvado pudiera edificar unos lazos que aunque fueran de segundos, me matendrían con vida por siglos.
Pronto me dí cuenta que más bien le importaba poco, las razones taquicárdicas de mi misil. Se había fijado en mi mula; esta andaba ingrávida alrededor de todo el terreno por labrar persiguiendo a mi partenaire de fatigas.
Tras un rato, me hizo una seña. Al subir y abrirme la puerta, creo recordar que trataba de hablar sobre la mula, mi compañero y las razones para creer que no había sido yo, aquel atinado Tell.
Con ella, en un mutúo impulso, nos pusimos los dedos en la boca; si sintiera lo mismo que yo, sería como si mis dedos se hubiera posado sobre el planeta de aguas esmeraldas de sus labios. Su colchón humedecido me capilarizo cada punto de esa piel que ya no supe distinguir si cubría mis orejas, mi cuello o los ojos que descubrian nuevas dimensiones.
De sus labios obtuve un panal, desde donde una mota de su miel, derramaba mi lengua sobre un tapiz donde encontrarnos en los sabores de una naturaleza que empezaba a envidiar las trayectorias de nuestros descubrimientos.
Atados a la tierra, la mula y él se unían para labrar la tierra. La vida brotaba entre las briznas de los hielos que también habían sido frutos de un tiempo que elimina lo ya agotado
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