Doblaba la esquina, para dirigirse hacía el periódico lugar de encuentro.
Había recorrido un largo estrecho de aquella extensa avenida. Ese espacio le había traído alguna agradable sorpresa en el encuentro, casi físico con aquel compañero de estudios; fue más traumático el golpe que se pegó con una antigua novia. El choque fue entre las cabezas, como una metáfora de la cabezonería de ambos en no ceder en los pequeños gestos; pero sus labios se rozaron, provocando un mutuo temblor, que les produjo un pequeño diálogo con preguntas estereotipadas y respuestas en monosílabos.
Esta vez llegó al bar el primero y tuvo una agradable conversación con Petrus el barman de la música que soñaba tocar. Tenía puesto a Bessies blues de John Coltrane, era una tercera mayor, le devolvió el reto. Callaron por unos largos segundos como si cada uno sintiera el propio abrazo que el maître añoraba de ella, muerta; él de aquel desafío en el que se rindió, desde el principio sin que eso debiera haber sido una opción, a la que tantas veces se había abonado en la vida, la del miedo al abismo.
Llegó Sanofón, carnicero, que en aquel preciso vida, había sacrificado sus dos horas extras de, aún, más trabajo. Le gustaba leer Finnegans pero no porque entendiera el significado sino porque le provocaba un caos en el cual equilibraba sus pensamientos más oscuros. No fallaba nunca a aquellos encuentros y, los últimos pasos, no siempre le llevan a su solitaria cama. Su madre, se hubiera alegrado que culminará allí algunas de las noches de sexo, que sabía leer muy bien, se habían sucedido, pero él temía la burocracia de infinitas preguntas e incipientes proyectos.
Leoblom, erudito y resentido por vivir atrapado en el tiempo dedicado a liberar su mente de tantos datos a los que pareciera encadenado, utilizaba esos días para clamar por tantos sátrapas que como su jefe, le anclaban a una mesa por horas y le deba un dulce "a puñados", como si ser gorrino fuera un lugar al que llegar.
Era el que de forma más compulsiva hacía una ronda infinita por todos los garitos del lugar. Sabía que aquellos escapes eran el preludio de permanecer vagando durante toda una semana con un cerebro ebrio y una mirada sumisa.
Cloedrá se había unido años después de las primeras cenas. La desafiaron a que se uniera a su grupo de machistas. Coincidían en el séptimo de los bares que visitaban aquella noche sin fecha. Apareció como Jake Clemons, con un sonido que les invitaba a confiarse en ella, aunque fuera para entrar en el Averno, con aquel SI prolongado al infinito.
Ella les cogió sus debilidades en mitad de aquel manantial de erudición, les besó su desamparo y les dijo, "chico, no lloréis ahora". Cogeremos el viento para destruir el horizonte que os encarceló.
Cloedrá les presentó a Julierta, con apariencia de muerta pero pareja, complemento perfecta para aquellos marineros que no se habían amarrado a los mástiles para evitar conocer lo señalado como lo prohibido. En este último antro pululaba Swejei, era el ser que se quitaba la ropa como el que se quita todos los pecados con los que han amordazado nuestra conciencia en la que tallaron límites. Su bailes eran obscenos, bebidos en las noche, mientras por las mañanas la pulcritud era aclamada por los turistas que toman fotos perfectas que se diluyen en la memoria sin significado.
Aquellos tres ángeles, caídos decían las malas lenguas, abrasaban los instantes de todo aquel grupo errante, amarrados en su deambular periódico por las aceras empedradas que recibían en la noche lluviosa, empapados, cerca de unas llaves que tocarán para conducirles, en aquella interminable oscuridad a un Soho, donde sellarán el acuerdo de tantos años, como una imperfecta medida de algunos de sus doloridos sueños.
Eros les acompañaba hasta el amanecer y con su inconmensurable lengua, parecía chuparles para apaciguar la muerte de aquel cíclico jueves que les llegaba en sus primeras luces que quebraban las aguas doradas de los manantiales de whisky
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